La experiencia del finado Jorge Carpizo McGregor como rector de la UNAM, ministro de la Suprema Corte, presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, procurador de la República, secretario de Gobernación y embajador, además de casi un centenar de distinciones académicas que le fueron otorgadas, le proveyeron del conocimiento y experiencia necesarios para dilucidar sobre diversos temas.
El poder, desde su forma más primitiva hasta la más elaborada, es un elemento indispensable en la organización social. El propio Carpizo nos ilustra al respecto, cuando aseguró que: “No existe sociedad o agrupamiento sin poder. Lo social y el poder se implican recíprocamente. Uno no podría existir sin el otro”. El poder implica autoridad y mando. En ocasiones, estas facultades son atribuidas a la divinidad; en otras, se imponen con la violencia o conquistando el voto.
A propósito de la conmemoración del natalicio de Benito Juárez, vale la pena recordar que el Benemérito de las Américas no se convirtió en Presidente gracias a la voluntad popular, sino por argucias legales. Así se mantuvo, no por designio divino, tampoco por la vía democrática; su gobierno se sostuvo con la fuerza y no precisamente de la razón. Sus emblemas fueron las Leyes de Reforma, la inversión en la educación y la defensa del gobierno republicano.
Porfirio Díaz, discípulo y admirador de Benito, fue su brazo guerrero, quien verdaderamente derrotó a los franceses y logró la restauración de la República. Porfirio ascendió al poder en 1876 como resultado de una revolución. A partir de 1876 hasta 1911, menos cuando gobernó Manuel González (1880-1884), Díaz se mantuvo en el poder mediante la coacción. El crecimiento económico, el orden social y las grandes inversiones públicas fueron las principales características del Porfiriato.
El ejército sostuvo a ambos personajes. Luego, con apariencia “democrática”, los gobiernos que surgieron durante y después de la guerra intestina (1913-1920), fueron encabezados por miembros del ejército. Incluso por aquellos que ni siquiera tuvieron una destacada trayectoria castrense. Así, en 1934, Lázaro Cárdenas se convirtió en Presidente. Fue el penúltimo militar y el primero en gobernar durante un sexenio (en la época moderna). Sus símbolos fueron la reorganización de su partido político (PRI), la expropiación petrolera, la reforma agraria y su hospitalidad con los refugiados extranjeros.
Como podemos observar, los símbolos del poder han sido esenciales para casi todos los presidentes mexicanos, ya sea por voluntad propia o por imposición colectiva. De esta forma, el símbolo de Echeverría fue el populismo. Para López Portillo, el petróleo y la debacle financiera. Para De la Madrid, el sismo del 85. Para Salinas, el TLCAN y el EZLN. Para Zedillo, el Error de diciembre. Luego dijimos adiós al siglo XX, aunque no despedimos a los simbolismos.
Hoy tenemos a un Presidente que lo identifican un sinnúmero de símbolos, comenzando por sus conferencias matutinas, la 4T, la “austeridad”, la corrupción, el “me canso, ganso”, los “abrazos, no balazos”, el aeropuerto en Santa Lucía, el tren maya, la derrochadora vida de su hijo, la revocación de mandato… y un largo etcétera. Todo con tal de no ser olvidado. “No quiere” que nada lleve su nombre, pero sí que recuerden que él “lo hizo”. Probablemente es así como -dijera Fidel Castro- la historia lo absolverá. Yo pienso que, por sus hechos, el tiempo y los mexicanos habrán de condenarle.
Post scriptum: “Sabemos que el origen de muchos de nuestros males se encuentra en una excesiva concentración del poder”, Luis Donaldo Colosio.
Atentamente,
Francisco Ruiz, candidato a doctor en Derecho Electoral y asociado del Instituto Nacional de Administración Pública (INAP).
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