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miércoles, febrero 21, 2024
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Cenizas

“¡Pamba!… ¡pamba!… ¡pamba!”. Y el griterío entre la chamacada se volvía acción. Tan fulminante como imparable. Las manotadas caían sobre la cabeza repetidamente. Cuando en la niñez me tocaba, mejor ni moverse. Si uno se agachaba era más doloroso. Los trancazos caían sobre la nuca. O tronaban en la espalda. Entonces quedaban estampados los dedos. Al otro día aparecían los moretones. Taparse la mollera con las manos era peor. Yo sentía el golpeteo sobre los dedos más fuerte y calaba. Era un verdadero ramalazo. Retumbaba hasta las muelas.

Afortunadamente las pambas eran momentáneas. No duraban ni siquiera un minuto. Y sucedían más como muestra de jolgorio y no tanto para descargar corajinas. Por eso nadie se encajaba manoteando de más o golpeando con el puño cerrado. Le iba peor a quien se atreviera. Uno se ganaba la pamba si se pasaba de vivo. Salía con un chiste sangrón o echaba de cabeza a un camarada. Forzada, irremediable, hasta cuando alguien sacaba mejores calificaciones comparadas con las de todo el grupo escolar. Y no se diga, si descubríamos a Juan o Pedro haciéndole ojitos a una compañera. Ahora las pambas las veo en televisión. Se las dan al bateador cuando logra la victoria de su equipo ligamayorista. O si el pitcher tira juego sin jit ni carrera. Pierden el casco o hasta la cachucha. Es curioso, son golpes que gozan los pamberos como el pambeado.


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Ya no existe el estadio “20 de Noviembre” en San Luis Potosí. Allí se jugaba excelente pelota: La Liga Mexicana. “Tuneros” era el equipo de casa y cada vez cuando competían se retacaban las tribunas. Por eso conocí a “El Cochihuila” Valenzuela, el maravilloso primera base Vicente García y, entre otros, el negrazo y estupendo lanzador “Balazos” McDaniels. Es que, saliendo de clases a las cinco de la tarde, volábamos con todo y mochila para llegar al estadio. Nos hacíamos bolas frente a la entrada como si fuéramos a recibir regalos.

Tradicionalmente dejaban pasar gratis a todo mundo al terminar la séptima entrada. Cuando la puerta se abría parecíamos toros en estampida. Trepábamos a las tribunas. Me tocó ver juegos emocionantes y otros tan feos como un pecado. El señor Peralta era dueño de los bats, pelotas y guantes de la liga. Imagínese, un Don King, pero beisbolero. Cuatísimo y paisano del Presidente de la República, Licenciado Miguel Alemán. Su equipo era “Jarochos” de Veracruz. Algo así como ahora el “América” para Televisa. Enfrentados una vez en San Luis, el ampáyer falló descaradamente contra los “Tuneros” provocando la derrota para favorecer al magnate. Reventó el escándalo. A la cojiniza poco le faltó para llegar a los filders. Las mentadas de madre se volaron la barda. Pero alguien le sorrajó tremendo pedradón al señor Peralta que estaba gozoso con sus “Jarochos” y festejando al ampayita. El juego fue suspendido. Y el magnate, chorreando sangre por la descalabrada, salió del estadio como de rayo. Casi tan rápido como la maravillosa Ana Guevara en los 400 metros planos. Cubriéndose con un pañuelo la “alcancía” en la cabeza, alcanzó angustiosamente su auto. Dolido, juró que jamás se jugaría beisbol profesional en aquel estadio. Y mientras vivió, lo cumplió.

Nuestro profe Fausto de Educación Física nos llevaba al “20 de Noviembre”. Atrás de las tribunas laterales había espacio de sobra para competencias atléticas. Nos ponía a correr desde 50 metros hasta relevos. Algunas veces a darle dos, tres veces la vuelta al estadio. Saltar altura o longitud. Imponía tablas de gimnasia. En ocasiones pirámides. Y para los desfiles, debíamos marchar en práctica sin perder el paso ni el ritmo de los brazos. Todos bien derechitos. “¡Sacando el pecho y metiendo la panza!”. Ah, pero si fallábamos en la práctica o en el día festivo, tenía su forma para castigarnos. Ordenaba a todos formar dos hileras como si fuera un pasillo. La famosa fila india. Los que metíamos la pata debíamos correr en medio. Todo alineado tenía derecho a tirarnos tantos golpes como alcanzaran. Aquí sí se valía con el puño cerrado, pero nada de guamazos en la cara. Y uno a correr lo más rápido. Por eso nos cuidábamos de no errar en el entrenamiento y menos en el desfile.


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Un despacho de la agencia informativa EFE publicado el miércoles tres de este octubre, me obligó a esos recuerdos. La nota tuvo como principal protagonista al senador colombiano don Marceliano Jamoy. Es puritito camtsa, que así se llama una etnia del Departamento de Putumay. El señor fue electo por mayoría. Le faltó un poquito para lo absoluto. Naturalmente, se votó a su favor con la esperanza de tener una representación efectiva.

Pero resulta que a la hora de la tarea parlamentaria fue necesario votar. Se discutió durante días la ley para regular las transferencias de presupuesto a las regiones indígenas. El senador Marceliano Jamoy quién sabe en qué andaría pensando. A lo mejor sufría alguna “cruda” o andaba enamorado, porque tarado no es. Al momento de la decisión se equivocó. Naturalmente, su voto disgustó hasta el berrinche a todos los paisas. Creo que si se les hubiera puesto por delante en ese momento hasta lo linchan. La realidad: Inmediatamente los voceros de las comunidades indígenas calificaron “desastrosa y perjudicial” la actuación del legislador. Convocaron y se reunió el Movimiento de Autoridades Indígenas de Nariño, precisamente en el sureste colombiano muy cerca de la frontera con Ecuador. Asistieron unas tres mil personas y opinaron sin tacha: “La ley respaldada por el senador Marceliano Jamoy va contra los derechos a la educación y salud de estas comunidades”.

La tradición indígena en estos casos de reprobación me sorprendió. Primero, le llamaron mentiroso en su cara. No se lo mandaron decir. Y también escuchó los reclamos “por haber faltado al respeto a la comunidad indígena”. Así, el señor legislador fue condenado a recibir castigo a purititos latigazos. Debió aguantarlos y no quejarse. Lo curioso del caso fue que en el lugar donde lo flagelaron no se permitió la entrada a extraños de la comunidad indígena. Al terminar el martirio, los voceros anunciaron: “El castigo le obligará a ser más transparente en sus actos y guardar absoluto respeto a los derechos indígenas”. El senador no puso peros ni se quejó. Como pudo se retiró del lugar y fue a recuperarse. El diario colombiano El Tiempo informó del hecho.

Me imagino si esta práctica operara en México. Con tanta metida de pata, muchos de nuestros diputados y senadores tendrían serios problemas para caminar y sentarse. Difícilmente lo harían con la comodidad que siempre gozan. O si sus colegas se decidieran por la pamba, seguramente habría más que en mi niñez.

 

 

Tomado de la colección “Dobleplana” de Jesús Blancornelas,

publicado por primera última vez en enero de 2017.

Autor(a)

Jesús Blancornelas
Jesús Blancornelas
Jesús Blancornelas Jesús Blancornelas JesusBlancornelas 15 jesus@zeta.com
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