“He decidido que esta ovación va por muchos, pero también va por él, que no se merecía una despedida tan triste, y por todos los fallecidos que nos están dejando estos días, y por sus familiares, que han padecido o están padeciendo el mismo calvario que yo”.
-Francisco Sánchez Zambrano, “Un funeral en el valle de los leprosos”.
Los letreros eran muy claros: máximo tres horas, no más de cinco personas reunidas al mismo tiempo. Nada de las famosas galletas, de la reunión tras el café o el té. Nada de conglomeraciones… ¿ni abrazos para el pésame?
Cuando recién comenzó la cuarentena en Tijuana, lo que menos pensé es que mi buscador de Google iría directo a una nota de un español cuyo padre había fallecido en plena contingencia. No había fallecido por coronavirus, pero las medidas en las funerarias eran para todos: como un funeral de ciencia ficción, describe; uno en que pocos asistieron (a los que no convenció de no acudir), guardando dos-tres metros de distancia, su hermana por videollamada, y demasiados mensajes de ausencia.
“…noto que tengo un déficit increíble de abrazos. Siempre me he considerado una persona sociable, pero jamás me imaginé que lo era tanto. Por eso todos los mensajes y las llamadas recibidas han supuesto un oasis en mitad del desierto. Y he aprendido a valorar el cariño que desprende un velatorio”.
Dos semanas después de que se publicara tal nota, comprendería que un funeral en medio de la contingencia no es la fiesta nostálgica y bulliciosa de cuando mi abuelita Josefina falleciera, ni la precipitada y triste reunión vespertina para despedir a mi primo Hassan.
Mi tío Carlos se recostó un viernes de abril en su sofá, a tomar una siesta de la que ya no despertó; a los dos días, estaríamos unos cuantos hermanos y sobrinos dando la despedida que nunca me hubiera imaginado, con guante y cubrebocas, ofreciendo el pésame a mis primos mayores; asimismo, recibiendo el pésame de amigos y conocidos, incluyendo una transmisión con los familiares de San Diego para rezar el rosario.
Tuvimos suerte, si con “suerte” podemos atribuir que a) no fue por coronavirus, y b) la funeraria permitió un breve velorio a ataúd con cristal, según las medidas actuales. Justo ahora, me encuentro con más casos en los que familiares de los difuntos ni siquiera pueden realizar un pequeño velorio, sepultura o cremación; no bastan las palabras para esbozar el sufrimiento, incertidumbre y dolor que padecen tantos al no poder dar tan siquiera el último adiós.
Sepultar a alguien siempre es un acto de dolor y memorias. Coincido con otras voces en que los funerales son para los vivos: un recordatorio de que la vida puede apagarse en cualquier instante. Pero así como hoy hallo consuelo en palabras escritas al otro lado del Atlántico, por generaciones, los temas de la muerte y la vida han sido constantes para los seres humanos; así lo fue antes de la cuarentena cada vez más extendida en que nos encontramos, así continuará tras el “cese” de la contingencia.
Las despedidas fúnebres son las peores; pero, a cambio, ofrecen un atisbo de esperanza y descanso. Que eventualmente “todo esto” pase, para dar una despedida “en condiciones” y celebrar los mejores momentos de nuestros seres queridos. Diría un poeta mexicano: “¿Qué es morir? Morir es alzar el vuelo, sin alas, sin ojos y sin cuerpo”.
Atentamente,
Andrea López González.
Tijuana, B.C.