Son trescientos sesenta y cinco días
del año que viviste acremente.
Y al principio del mismo prometías
cambiar, ser otro, todo diferente.
¿Hay que esperar el año venidero?
Ofreces quién sabe cuántas cosas,
que emprenderás el primer día de enero;
pero, por lo menos, dices son hermosas.
Que ya no fumarás ni un cigarrillo.
Que ni una copa cogerá tu mano.
Que serás más humilde, más sencillo,
gentil y cariñoso. ¡Más humano!
Que a la gente que ves acongojada
le darás el amor que necesita;
solo tú sabes si será acertada
la bondad que pregonas, ¡infinita!
Mas siglos han pasado, y lo que dices,
lo prometieron reyes y faraones,
emperadores; también emperatrices,
y ninguno cambió sus corazones.
Es decir, que aunque pasen los años,
estaremos viviendo de esperanza,
cometiendo por día los mismos daños,
y en Año Nuevo sentimos añoranza.
Pues se repite cada vez lo mismo:
ni un mendrugo das, pues, de tu palma,
ya que siempre te corroe el egoísmo
que te mutila y empobrece tu alma.
Este año que concluye, ¡da tu mano!
¡Cambia!, tal como siempre lo has dicho.
En el ser más pequeño ¡ve a tu hermano!
y a un lado del Señor… ¡tendrás un nicho!
Miguel Ángel Hernández Villanueva.
Tijuana, B.C.
Correo: jomian1958@hotmail.com