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sábado, febrero 17, 2024
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Panegírico de la Madre*

A la memoria de Elsa Rosario Sánchez Figueroa (30.VII.1964-8.VII.2019)

 


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He de iniciar mi breve oración glosando ante ustedes palabras de los Evangelios, palabras de arte inmarcesible, de cuya brevedad y sencillez, a veces lindante con lo escueto, han sacado, sin embargo, los exégetas de todos los tiempos, maravillosos pensamientos, rica y copiosa doctrina.

No importa que sea creyente o no, el acervo de nobles enseñanzas que de ellos se derivan lo ha aprovechado la humanidad entera, lo tiene la humanidad como una de sus más caudalosas fuentes de idea y de belleza…

Vedla de pie, en la tarde de horror, el sol occiduo oculto tras pesados nubarrones rasgados apenas por el latigazo del rayo, absorta, hundida en pena inefable, los ojos empapados en lloro, gemebunda la voz, tremante el cuerpo todo, abajo del leño en que el Hijo, su Hijo, clavado en cruz, expía la culpa de su bondad sin orillas, el crimen de haber predicado infatigable con la palabra, con la acción milagrosa, con el ejemplo de su austeridad y de su renunciación, la dulcedumbre, la humildad, la conducta pía como norma del vivir de los hombres.


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Allí, bajo el madero, en esos minutos de angustia suprema, de descaecimiento último, viven, para siempre, el dolor de la Madre, el infinito amor de la Madre, Amor y Dolor; amor sin interés, dolor inconsolable; amor que se da todo; dolor total, que nada puede mitigar siquiera.

De estos dos polos, de estas dos culminaciones, de estas dos supremas categorías, Amor y Dolor, es la Madre, blanda, doliente, la más alta mostración. ¿Cómo, pues, no alabarla, y no penetrar el laude de acendrada emoción? ¿Cómo no tender ante ella todas las rosas de los jardines del espíritu, todas las perlas de los mares del alma? ¿Cómo no dedicarles, devotos, el más suave tañer de nuestras tiorbas, el más claro vibrar de nuestros plectros, el más dulce cantar de nuestras gorjas? ¡Alabemos su excelsa bondad, su amor sin solicitaciones, la dulzura de sus miradas únicas, la armonía gloriosa de su arrullo, la mágica virtud de sus caricias!

Exaltémosla hoy más que nunca, cuando, en un amplio jirón del mundo, dentro del ofuscamiento que la desesperación suscita, a veces en los hombres, se llega al absurdo de negarla, de pretender, en esfuerzo erradicativo, descuajar categóricamente de las almas el amor de la familia, que tiene como base este amor, el que de los más urentes crisoles sale ileso: el de la Madre.

Exaltémosla, adentrándola afanosos en el corazón, para que allí asentada más cada día, nos sirva de impulso decisivo y derecho en esta aludida pugna provocada por quienes, en desesperación, he dicho, creen que la ternura es debilidad, y la bondad flaqueza; cuando, por lo contrario, nada mueve a la acción, nada nos empuja al duro combatir como la íntima ilusión, la dulce esperanza, el ánimo amoroso.  No se concibe cómo un mundo sin ilusiones, cómo una humanidad sin más fe que el medro material, sin un dulce aliciente en lontananza, sin un señuelo espiritual al cual ir, sin un fin espiritual al que llegar –si se llega, pueda acometer grandes empresas, dignas de su destino.

Cuando , como hoy, los que creen ser fuertes predican el triunfo sólo de la materia, viendo como único valor de la vida el económico, y desestimando el anímico, pretendiendo desterrar de las almas el amor, es decir, queriendo que el hombre no sólo no mire más allá de las lindes de la muerte, sino que, aun dentro de este mundo, tenga como exclusiva meta deseable la satisfacción de los sentidos, la repleción de nuestros apetitos físicos, es deber inajenable de cuantos creemos aún en las virtudes del espíritu, propugnar por ellas, trabajar por ellas…

Y es la oportunidad de este día una de las más precisas y más altas que pueda deparársenos para hacer esta profesión de fe, esta declaración de propósitos; para manifestarnos, en un noble anhelo filial, llenos de reverencial ternura y de uncioso acatamiento hacia la más rica de las preseas que, para su goce, para sus pocos goces, tiene el hombre sobre la tierra: la Madre.

De ella, de su amorosa virtud única, de su desinterés infinito, los más encumbrados ingenios han dicho su palabra mejor. Recordemos, así, como el gran poeta francés Hugo, dijo: “Pan maravilloso que un Dios parte y multiplica; mesa siempre servida en el hogar paterno, en donde cada uno tiene su parte y todos la tienen entera”; y como para el excelso lírico inglés Thomas Moore, “el sueño del hogar ausente es en el alma del hijo más radiante que el sol, más verde que todas las playas”.

Yo, señoras y señores, por gracioso privilegio, nací de una santa mujer; y cuando, en la noche más aciaga de mi vida, la sentí finar en mis brazos, supe del duelo sin consolación, de la orfandad inmensa. Y el recuerdo de su vida de ternura –ternura al par que constante ánimo de elación y de estímulo–, de amor, de solicitud para sus hijos, se hizo desde entonces el más vivo galardón y el timbre más claro con que atravieso por la vida. De ella y del noble varón –inteligencia y rectitud y bondad sumas– que me dio el ser, guardo, fundidos en un solo respeto filial, en su único culto, como pavés para mis adversidades, el ejemplo del bien sin tasa, del amor sin reservas, de la renunciación plena en aras del porvenir de sus hijos, de que fueron gala y espejo hasta las horas de su tránsito. Conjugado su amor en uno solo, en una única devoción la de la Madre, es para mí, como para todos los que sepan sentir entrañablemente, el latido más puro, el impulso más hondo arraigo en nuestro corazón…

Para todos los que sepan sentir entrañablemente, digo. Y bien: procuremos saber sentir así, igual los dolores que las alegrías, lo mismo los reveses que los triunfos, porque es el sentimiento, más, sin duda, a pesar de que ello aparezca paradójico, que el pensamiento mismo, lo que hace grandes y fuertes y felices a los pueblos. Cultivemos nuestros sentimientos y cultivemos el sentimiento de los demás –los de nuestros hijos, los de nuestros amigos, los de todos–, procurando que arraigue firme en los corazones el noble sentir, el que nos hace gratos al bien recibido, el que nos imbuye el espíritu de tolerancia para los demás, el que nos connaturaliza con el ánimo afectivo, el que en fin, nos trae a celebraciones como esta en que se hace homenaje al Amor en su más sublimada forma, en su más rica esencia.

Que entre, así, hasta formar parte del substrato de la vida mexicana, hasta hacerse consubstancial con ella, este culto cuya evocación nos reúne este día, y el que, con un aliento moral y cívico constante, habrá de contribuir a la formación de un pueblo sano, en el que no sean el odio y la concupiscencia factores ingentes de vida; en que lo mero material ceda una parte siquiera de su imperio a los dones del espíritu, ennobleciéndose y purificándose con ellos; en que, por sobre nuestros descaecimientos y nuestros escepticismos ; por encima de las peleas que, por desgracia, nos apartan y encruelecen, flote, como signo que nos llame a concordia, este culto del que, orgullosos, debemos ser muestra y gala.

Cultivemos, insisto, jardineros de nuestras almas y de las almas de los demás, con afán perdurable, conscientes de que con ello hacemos obra buena, la devoción hacia la Madre. Y que esta devoción, saliendo de las almas a la boca, sea en todo momento voz para laudar, y grito para bendecir a la que de su propia carne, de su sangre misma, nos da la vida, que, buena o mala, próspera o infausta, es la nuestra, la vida que tenemos que vivir, y que debemos dignificar viviéndola limpia, con honestidad, empapada en simpatía humana, para bien de la Patria y para decoro de la especie.  (*Panegírico de la Madre, alocución leída el 10 de mayo de 1934 en el Teatro Hidalgo de la ciudad de México, escrita por el Lic. Antonio Quijano, originario de Mazatlán, Sinaloa).

 

Germán Orozco Mora reside en Mexicali. Correo: saeta87@gmail.com

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Redacción Zeta
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