Ramón Gracida Gómez
Lenin Ocampo recuerda que su padre, Sergio, corresponsal de La Jornada en Guerrero, y la reportera de El Sur, Maribel Gutiérrez, le decían que hasta 2005 quienes evitaban el trabajo de los periodistas en las ciudades o en la sierra guerrense eran visibles: el gobierno, los militares, la policía, los caciques de los pueblos. A pesar de los problemas, había unas reglas del juego que se podían entender. Pero todo cambió ese año, poco antes de que Lenin empezara su carrera como periodista.
Guerrero ya era conocido por ser un lugar violento —por ejemplo, durante la llamada guerra sucia en los 70, cuando el estado eliminó a sangre y fuego a las guerrillas—, pero la violencia del narcotráfico alcanzó otra dimensión. “No tiene ni comparación con el pasado”, dice Lenin, de 37 años, hoy editor de vídeo de El Sur.
El crimen organizado se volvió un peligro omnipresente, “más difícil de señalar”, dice Lenin. Por un lado, por las consecuencias fatales de denunciar, por el otro porque se convirtió en el pretexto ideal de los gobiernos para no investigar asesinatos de activistas, luchadores sociales, opositores a los megaproyectos o cualquier persona incómoda para el poder. Guerrero se convirtió en un estado en el que se concentran todos los males de México: asesinatos, desapariciones, violaciones de derechos humanos, narcotráfico, impunidad, pobreza extrema, servicios públicos precarios e incluso enfermedades que se suponían erradicadas. Y en este contexto, la prensa local pasó a ser un sector de la sociedad altamente vulnerable.
Los problemas para el trabajo de los periodistas, además, se han agudizado en los últimos cinco años. Después de la muerte de Arturo Beltrán Leyva, el jefe del cartel hegemónico en Guerrero, decenas de bandas criminales se empezaron a disputar el control del territorio y a partir de 2013 surgieron también grupos de autodefensa que se reivindicaban como representantes de los pueblos cansados de la violencia, el secuestro, la extorsión y la impunidad.
“Muchas veces [los reporteros y fotógrafos] quedamos en medio de los enfrentamientos entre estos grupos de autodefensa”, dice Lenin, que describe una especie de balcanización del estado: “De un municipio a otro ya son enemigos. Lo peligroso es que no entienden que nosotros tenemos que tomar las dos versiones de la noticia”.
Transitar por Guerrero se ha convertido en un ejercicio de cautela y muchas veces de supervivencia. Antes de enviar a un reportero a algún lugar que implique cruzar retenes, se le pregunta si puede pasar sin peligro, dice Juan Angulo, director de El Sur. La respuesta puede ser “sí se puede pasar el primer retén, pero en el segundo están otros y han estado últimamente muy agresivos”. Ante la duda, el reportero no se mueve.
Existen varios casos que ejemplifican este riesgo. El 14 de mayo de 2017, por ejemplo, un grupo de reporteros y fotógrafos de varios medios regresaban de cubrir la intervención del Ejército y policías de Guerrero en un conflicto entre pobladores de San Miguel Totolapan, en la región de Tierra Caliente, y el grupo del crimen organizado de El Tequilero. Fueron detenidos en un retén, encañonados por civiles armados entre los que había niños, les robaron todas sus pertenencias, incluida la camioneta en que se transportaban, y los dejaron ir no sin antes amenazarlos.
Lenin recuerda otro episodio más reciente. El pasado 17 de noviembre familias desplazadas de Filo de Caballos y otras comunidades de la sierra del municipio de Leonardo Bravo, vecino de Chilpancingo, regresaban a sus pueblos. El intento fue frustrado por policías comunitarios de Heliodoro Castillo, que dispararon a la caravana desde los cerros. “Es una zona de conflicto, impredecible. La adrenalina te activa. El tener miedo te hace estar más alerta. Tiemblas. En el momento no piensas nada, piensas en salir. Después piensas lo que pudo haber pasado. Te puede tocar al azar”, dice.
Él que casi no viaja solo. La exclusividad de la nota pierde importancia respecta al miedo a ciertas regiones como Tierra Caliente, la más complicada a su juicio, donde ejecutaron al periodista Cecilio Pineda, “uno de los más aventados” por su cobertura de la violencia en la zona, el 2 de marzo de 2017. Pineda es uno de los 12 periodistas asesinados en Guerrero desde el 2000 a la fecha, de acuerdo con la organización Artículo 19.
En localidades pequeñas o incluso en algunas colonias de Acapulco no se puede entrar o el reportero no puede investigar y evita escribir sobre el nexo entre los políticos y el crimen organizado. “Llegas al lugar, haces la nota y te vas. Se evita viajar de noche”. Se trata de “someternos al silencio”, advierte.
Otro tema difícil de cubrir es el de las actividades de las empresas mineras en Guerrero –donde se asientan algunas de las más grandes del continente–, porque en los municipios donde operan se concentran también grupos armados que controlan el territorio y extorsionan a ejidatarios y a los propios trabajadores de las minas. En varios pueblos se ven “casas y calles vacías” por el desplazamiento de vecinos que han dejado esos choques.
“Es difícil llegar a esas zonas, es totalmente un volado”, dice Lenin. Y “el gobierno deja hacer, no interviene”. Guerrero está lleno de militares y policías federales “que no respetan el grito de yo soy prensa” y en muchos lugares la Policía Municipal sirve de brazo armado del crimen organizado.
El director de El Sur, Juan Angulo, subraya que pese a las condiciones difíciles en que se desenvuelve la actividad periodística en Guerrero, la violencia contra el gremio no ha alcanzado los niveles de otros estados. Dice que el principal instrumento de control de la prensa se da a partir de los convenios de publicidad que son usados por el gobierno para premiar o castigar la línea editorial de los medios. El fenómeno se agrava en un estado como Guerrero, donde no hay un empresariado fuerte e independiente y el gobierno es el principal cliente de sus negocios.
Más allá de la presión política, la inseguridad también ha afectado a la publicidad. Muchos pequeños negocios y profesionistas que se anunciaban en los periódicos de pueblos y ciudades han dejado de hacerlo por miedo a la extorsión.