Hay en la realidad mexicana muchos pueblos como el dramatizado San Pedro de los Saguaros en la magnífica película La Ley de Herodes. Para efectos de la filmación es pequeño. Pero reúne los ingredientes de uno grande si se compara a nuestras ciudades fronterizas norteñas y sureñas. Lejos de la Capital de la República. Olvidados política y económicamente. Si como dice la canción que la distancia es el olvido, pareciera que esta frase fue hecha para el imaginario San Pedro de los Saguaros y municipios en la realidad.
El drama ronda sobre Juan Vargas, un político fiel a su partido, el PRI, y al Presidente de la República, Licenciado Miguel Alemán (1946-1952). Tan campante como estaba flojoneando-administrando un basurero, de repente lo tentó la fortuna política: Fue nombrado Presidente Municipal de San Pedro de los Saguaros. Méritos no tenía. Capacidad tampoco. Simplemente lo escogieron por tarugo. Esa fue la razón. Ni sus favorecedores ni el favorecido soñaron que algún día sería alcalde. La vida lo premió como a cierto Gobernador Sustituto. Prácticamente la diferencia fue que al antecesor de Juan Vargas le cortaron la cabeza por corrupto. Y al otro, en la realidad, se le murió el titular.
“Llegó el momento del cambio y la modernidad”, era en la película el lema del señor Presidente de la República Miguel Alemán. Naturalmente todo mundo lo repetía. Pero ya en el poder y en casos como el de Juan Vargas, solamente de dientes para afuera. Nada en los hechos. Aunque si estaba feliz de la vida porque, como le dijo su jefe la manoseada frase “…ahora si ya te hizo justicia la Revolución”.
Todavía no tomaba posesión de la alcaldía. Iba camino a San Pedro de los Saguaros, cuando Juan ya pensaba en ser Diputado Federal. “Luego Senador”, le dice su esposa que iba a su lado en aquel carrazo Packard, sinónimo del poderío político. La mujer alza la vista, estira sus brazos, unen las manos poco más alto de su cabeza, las va despegando como si se corriera un cortinaje, para dejar a la vista supuesta marquesina en la que leía “Se-na-dor-Var-gas ¡Senador Vargas!”, pronuncia emocionada rematando con un picarón “…no se oye mal ¿verdad?”. La escena me trajo a la realidad. Cercano como está el momento de seleccionar candidatos en Baja California, nueve de nuestros diputados quieren ser alcaldes. Otro, federal y con licencia de legislador local, toma vuelo para brincar a la Presidencia Municipal no sin antes promover nuevo y tercer permiso. Un alcalde pidió licencia aspirando a candidato para Gobernador del Estado. Otro en funciones no tarda en dejar el sillón. El Presidente del PRI, como los demás, debe cumplir su periodo, pero se le queman las habas: Ya mandó imprimir su propaganda. Si logra su objetivo será una monumental exhibición de auto-dedazo. Y en las mismas andan un titipuchichal de funcionarios menores. Quieren ser regidores. Piensan como Juan Vargas.
El cambio y la modernidad proclamados por un Presidente de carne y hueso hace sesenta años, fue un lema para taparle el ojo al macho en la realidad y se adaptó a la ficción peliculesca. Conozco alemanistas, parientes y amigos, unos de Veracruz, otros de Chihuahua y del Distrito Federal. La Revolución les hizo justicia y alcanzaron la gracia del enriquecimiento en menos de seis años y para toda la vida. Los mandaron a Baja California como si fuera San Pedro de los Saguaros de Juan Vargas, también hace cuarenta años. Entonces ni carretera ni vías ferrocarrileras. Uno que otro vuelo con tantas escalas para acumular hasta trece horas de viaje desde y al Distrito Federal. Baja California ni a Estado llegaba. Era territorio igual que Baja California Sur y Quintana Roo. Se le consideraba lugar de castigo para los funcionarios centralistas, centraleros y defeños. Y precisamente por su lejanía fue como los Juan Vargas del alemanismo llegaron y se enriquecieron. No conozco a uno de aquella generación, ni a sus descendientes, viviendo modesta o humildemente. Se embolsaron tanto dinero -como decía Salinas cuando prometía progreso- “para nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos”.
El cambio prometido por Miguel Alemán en 1946 y adaptado al drama de San Pedro de los Saguaros, me transporta al ofrecido por el gobierno panista bajacaliforniano. Por ejemplo, el compadre de un altísimo funcionario estatal arregla lo que premeditadamente el Gobernador asegura es imposible. Naturalmente, a valor entendido, sólo interviene en grandes asuntos siempre y cuando reciba un porcentaje jamás menor al diez por ciento, sin recibo o cheques: Purititos dólares en efectivo. Nada de pesos.
En “La Ley de Herodes”, el ficticio alcalde Juan Vargas permite la operación de un burdel. La patrona, Doña Lupe, encarnada con excelencia por Isela Vega, cede económicamente a las exigencias del funcionario. Aparte de ofrecerle bien servidos tragos ordena a sus chamacas satisfacerlo sexualmente. Esto se me hace parecido a la relación Gobierno-narcotráfico. De entrada, Juan Vargas no quiere el dinero de Doña Lupe, pero después se vuelve hasta exigente. Naturalmente, el lupanar funciona sin problemas. Igualito que los mafiosos. Intocables en su operación y protegidos hasta en las ejecuciones que realizan sin misericordia.
Esto del prostíbulo en la película fue muy común en el pasado tijuanense. Era algo increíble. Había “damas del tacón dorado” por cientos, por miles. Funcionaba entre muchos, un burdel llamado “Los Kilómetros” bautizado así por los que se debían recorrer para llegar y para medir en longitud y no en cantidad a las chicas. La prostitución generaba el más importante ingreso en Tijuana para los funcionarios, tal y como en San Pedro de los Saguaros. Se beneficiaban desde el Gobernador hasta el más modesto gendarme. Había comisionados especialmente a recaudar las cuotas de los burdeles. Unos lo hacían descaradamente y otros escondían su identidad con celo como aquel famoso por el mote de “Capitán Fantasma”. Entonces eso dejaba más dinero. El narcotráfico estaba dormido como tantos años el Popocatépetl. La colecta, constante y sonante era llevada hasta Palacio de Gobierno en Mexicali. Un pequeño avión esperaba en la reducida y solitaria pista cercana a Tecate. No abordaban en Tijuana porque era demasiado visible. Estoy seguro que la recaudación continúa aunque dudo del destino y manejo.
Precisamente la lejanía de Tijuana sofocaba el descontento y permitía el desgarriate oficial tal y como en San Pedro de los Saguaros. En la película nadie pedía cuentas a Juan Vargas. Acá sí venían de cuando en vez a Tijuana. Era como si hicieran un viaje al país de las maravillas. Gozaban. Música, mujeres y licor. Regresaban con tanto dinero para reportar irremediablemente un “sin novedad” a la superioridad. Todavía se dan casos. El hombre de San Pedro de los Saguaros no repartía con nadie su ganancia. Una vez nada más le tocó al cura del pueblo. No era precisamente un santo. En nuestra realidad es lógica la repartición. Nunca fue un secreto, por ejemplo, el envío de dinero sucio a los funcionarios de Aduanas en la Ciudad de México. Creo que por el momento se interrumpirá. Supe de un jefe de prensa de Pemex en el Distrito Federal. Colocó a un compadre como oficial aduanal. Este debía enviarle puntualmente cierta cantidad. Igual pasaba en la PGR. Tal reparto se sigue dando. Desde las más altas escalas a los más bajo niveles oficiales.
Tomado de la colección “Dobleplana” de Jesús Blancornelas, publicado por última vez en diciembre de 2000.