Si algo ha dejado claro el gobierno del Presidente Enrique Peña Nieto en la administración federal que está a punto de terminar, es que en México, el padre y la madre de la pobreza y la violencia, son la corrupción y la impunidad.
Pero contrarrestando la procacidad del licenciado Peña al asegurar que “… la corrupción es un asunto cultural”, las evidencias expuestas por la prensa de investigación y los organismos civiles, dejan claro que a lo largo de su gestión, la corrupción ha sido “asunto institucional”, en el que se ha embarrado incluso al secretario de la Función Pública, transformado de contralor a patiño del Gobierno Federal.
Ahí quedan los once gobernadores investigados -algunos presos- por enriquecimiento ilícito, incluso narcotráfico y lavado de dinero; la “Casa Blanca” de 7.5 millones de dólares de la esposa de Peña, financiada por Grupo Higa, la constructora favorita del Presidente; lo mismo que la lujosa casa del secretario Luis Videgaray; o la gira por Reino Unido, adonde Peña se llevó a toda la familia. También la concreción de la compra del costoso avión presidencial por 7 mil 520 millones de pesos y la “Estafa Maestra”, como se nombró al desvío de más de 7 mil millones de pesos del erario federal en colusión con once dependencias de gobierno, 186 empresas -incluidas 128 fantasma- y algunas universidades.
Y si quedaba duda respecto a la impunidad, ahí está la controversia constitucional que el jurídico de la Presidencia de la República introdujo a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, solicitando el amparo para que ni el Presidente ni sus colaboradores en el gabinete fuesen investigados, citados, o se les generen órdenes de aprehensión por parte de la Fiscalía de Chihuahua, en una investigación que implica a un priista como Alejandro Gutiérrez en el desvío de 250 millones de pesos.
Más que ganada la reciente evaluación del World Justice Project (WJP), que ubicó a México en el lugar 92 de 113 países, donde el último es el peor, al dar una ojeada por el país que recibió el priista, y el que deja, resulta evidente que el hombre basa sus logros y legado en la aprobación de las reformas estructurales: la laboral, educativa, financiera, hacendaria, de competencias, telecomunicaciones, transparencia, electoral y un largo etcétera.
El problema con este multi-promocionado “éxito presidencial”, es que los años han pasado y los beneficios prometidos siguen sin llegar al pueblo mexicano. “La economía está creciendo a 2% en vez de experimentar una expansión de 7%,”, declaró la directora general de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) ante el G20, Gabriela Ramos, en marzo de 2018. Y explicó a El Economista, que se debía al retraso en la aplicación efectiva de las llamadas reformas estructurales.
Como ejemplo está la Reforma Educativa, existen maestros evaluados, pero no se redactaron ni aprobaron las leyes secundarias, se incumplieron tiempos y, para hacerla efectiva, sería necesario volver a legislar. Además, el Presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, ya anunció que la va a cancelar.
De acuerdo a estadísticas de instituciones cono Inegi, AIMO y Coneval, en los últimos seis años, el precio de la canasta básica creció un 32 por ciento, de 6 mil a 8 mil pesos; el poder adquisitivo se redujo en un 22%; el tipo de cambio pasó de 13.01 a 18.30 pesos por dólar. El gas LP aumentó de 10.11 a 22.96 pesos por kilo; el litro de gasolina Magna incrementó de 10.81 a 20.29 pesos por litro; y el de Premium pasó de 10.98 a 20.39 pesos por litro.
La recaudación de impuestos se amplió de 38 a 68 millones de contribuyentes, y de representar el 8.3 % del Producto Interno Bruto, a significar el 13.1% del PIB. Algunas estadísticas más favorecedoras hablan del 17.4% del PIB, sin embargo, sigue por debajo del promedio en América Latina (25%).
Además, a pesar de este incremento recaudatorio, se redujo la inversión, se cancelaron obras y disminuyeron las aportaciones a los estados.
La deuda pública incrementó de 4.3 billones a 10 billones de pesos. Y a pesar de la Cruzada Nacional contra el Hambre, de acuerdo a cifras de la OCDE, “7 de cada 10 mexicanos viven en pobreza o vulnerabilidad, mientras que el 20% más rico de la población gana 10 veces más que el 20% más pobre”.
Cierto, se generaron más empleos, pero mal pagados. El director del Instituto para el Desarrollo Industrial y el Crecimiento Económico (IDIC), José Luis de la Cruz, expuso ante la prensa en septiembre pasado, que en el presente sexenio “se perdieron en total más de 2.9 millones de fuentes de empleo bien pagadas y se crearon 6.3 millones de plazas que pagan hasta dos salarios mínimos”.
El éxito también se le negó a Peña en su política de seguridad. Por un lado, los 43 normalistas desaparecidos por policías en Ayotzinapa. El asesinato de 21 personas en Tlatlaya a manos del Ejército. La fuga y recaptura de Joaquín “El Chapo” Guzmán. Y el aumento en las desapariciones y los homicidios, al punto que desde marzo, ocho meses antes de concluir su gestión, las ejecuciones en el sexenio de EPN habían superado con más de 2 mil muertos, los 102 mil 859 asesinatos violentos que registró oficialmente la administración de su antecesor, Felipe Calderón.
Así, las estadísticas muestran que los potenciales éxitos de las reformas estructurales, terminaron constreñidos, bloqueados o ahogados en el drenaje de la corrupción gubernamental peñista.