La definición más sencilla de transformación es cambiar de un estado a otro. Adoptémosla por el momento. En México hemos sido testigos en los últimos seis años, por decir lo menos y por delimitar la materia del análisis, de cómo el contexto político ha contravenido el estado de derecho. No vivimos en un país donde las leyes que rigen son aplicadas a todos sin excepción, habitamos uno donde la impunidad, producto de la corrupción, impera en el sistema político que nos rige.
El País se ha convertido en una zona de guerra para los cárteles de las drogas que delinquen, trasiegan estupefacientes, asesinan, extorsionan y secuestran, al amparo de una autoridad complaciente la mayor parte del tiempo, incapacitada en algunos casos. Además, el territorio es un paraíso de impunidad para funcionarios y miembros del estado mexicano que han sido, de manera sistemática, los protagonistas de historias de abuso de autoridad, de defraudación, enriquecimiento ilícito, cohecho, desvío de recursos.
Las historias que sustentan esas alcances las leemos todos los días en distintos medios, menos en documentos ministeriales. El caso del narcotraficante Nemesio Ocegueda “El Mencho”, prófugo desde la década de los noventa en México y por quien autoridades de los Estados Unidos han puesto una recompensa de 10 millones de dólares por información que lleve a su captura. En este país, caso contrario, el criminal ha gozado de impunidad a partir de la compra de policías que le auxilian en la huida por más de 25 años, tiempo durante el cual la criminalidad organizada que ha establecido ha trasegado droga, secuestrado, extorsionado y asesinado cientos de personas, hasta consolidar al cártel Jalisco Nueva Generación como uno delas organizaciones criminales más notorias, violentas y poderosas de México.
En el ámbito político, la ausencia de un estado de derecho en la República Mexicana, el contexto de un gobierno que provee impunidad a los corruptos le ha dado al país decenas de gobernadores que han abusado del poder político para robar, hacerse millonarios, defraudar a la población y desviar los dineros públicos, sea para su beneficio, el de otros, el del partido y el de sus familias. En el más reciente de los casos, el todavía Secretario de Gobernación, Alfonso Navarrete Prida, ha declarado en la Cámara de Diputados, que en caso de detenerse al ex gobernador César Duarte, éste llevaría su proceso en libertad dado que los delitos que se presume cometió no son considerados graves.
Una verdadera transformación a partir de la alternancia en el gobierno federal como la que promete el presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, significaría acabar con esas prácticas de corrupción e impunidad, y especialmente, ejercer el estado de derecho y hacer llegar la justicia a quienes la han evadido, sean criminales narcotraficantes, o criminales funcionarios y gobernantes corruptos.
Una transformación de un gobierno a otro no podrá entenderse sin la justicia que muchos mexicanos esperan de su nuevo presidente. Se percibe en una gran parte de la población una frustración colectiva al escuchar frases de López Obrador que implican las manifestaciones de perdón, paz, no investigación, no cárcel, cuando se refiere a la clase política que, particularmente en el sexenio de Enrique Peña Nieto, ha defraudado el mandado del servicio público, se ha enriquecido, ha desfalcado al erario, y mantiene impunidad.
La transformación sería acabar con esa impunidad. La transformación debería ser cambiar un estado de impunidad y corrupción, por un estado de justicia, rendición de cuentas y transparencia. Lamentablemente no es esa transformación la que en el periodo de transición ha prometido el presidente electo, como sí lo hizo durante la campaña política que culminó con su triunfo el 1 de julio.
Cuando López Obrador era candidato, reconoció a los corruptos por su nombre y apellido, y prometió a la sociedad no solo combatirlos, sino acabar con ellos. Si no sienta el precedente de juzgar a quienes se presume corruptos, la transformación no llegará a un país sediento de justicia. En contraparte, estaremos viviendo en un estancamiento en términos de combate a la corrupción y a la impunidad.
Sin embargo, Andrés Manuel López Obrador está equiparando el ejercicio de la Ley y la aplicación de la justicia a los corruptos de hoy, con las acciones de gobiernos pasados. Asume que la persecución de políticos se llevaba a cabo para obtener la legitimidad que no habían logrado en las urnas quienes fueron declarados triunfadores en pasadas elecciones presidenciales. Considera que ir tras los políticos corruptos que son denunciados todos los días por ciudadanos, periodistas y organismos de la sociedad civil, es un acto de politiquería y no de justicia.
Para la mala fortuna de quienes aspiran a ver un cambio, una verdadera transformación que comience con reestablecer el estado de derecho y aplicar la justicia a los políticos corruptos, complementó el presidente electo:
“¿Qué es más importante, meter a la cárcel a un político, andar persiguiendo a políticos corruptos o transformar a México? [Es] cambiar a México, no engañar, no simular con la persecución de uno, dos, tres políticos corruptos. Lo más importante es que se acabe este régimen de corrupción y de privilegios”.
En el contexto de impunidad y corrupción que se ha vivido en México en los últimos años, perseguir políticos deshonestos, aplicarles la Ley, investigarlos, procesarlos y sentenciarlos, resulta de suma importancia, especialmente de un gobierno de izquierda que basó en eso la mayor parte de su campaña.
Además, es sabido que no se le está solicitando a López Obrador que él mismo sea quien persiga, consigne y enjuicie a los corruptos, sino un equipo que exprofeso ha sido determinado en el sistema de gobierno mexicano, quienes estarán laborando en la Procuraduría General de la República, en la Secretaría de Hacienda, en la Secretaría de la Función Pública, con la participación además, de un poder distinto al ejecutivo, el Judicial. Entre otras, esas entidades son las encargadas de hacer valer el estado de derecho, aplicar la Ley y hacer justicia, ordenarles lo contrario, será continuar en un ambiente de impunidad y corrupción. Y después de eso, nada más alejado de una transformación.
En los días recientes, el presidente electo ha dedicado tiempo y esfuerzo al cabildeo para contar él con un procurador general de la República, uno propuesto por él y confirmado en el Senado de la República, por eso se opone a la reforma 102 para transformar la PGR en una Fiscalía General de la República autónoma, independiente y eficaz. ¿Para qué busca un Procurador López Obrador cuando ha prometido no perseguir a los políticos corruptos y perdonar y olvidar en otros casos? ¿Para qué desde ya ha designado a Santiago Nieto en la Unidad de Inteligencia Financiera de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, cuando fue despedido de la administración de Peña, precisamente por investigar a los corruptos? No queda claro cuál es el motivo cuando se promete no perseguir a los corruptos, eso antes que pensar, que los nombrará para no perseguir a los deshonestos.
Rosario Robles Berlanga, la titular de la SEDATU, ofreció en la cámara de diputados una cátedra de cinismo institucional e impunidad. Ante los señalamientos firmes de la Auditoría Superior de la Federación de haber desviado recursos no de una sino de dos secretarías de Estado, acusó violencia de género y se aferró a una inocencia que no termina de probarse porque no se ha investigado correctamente. Martha Tagle, diputada por Movimiento Ciudadano, expreso las palabras que muchos mexicanos desean se hagan realidad: “esa red de corrupción de la que formas parte –le dijo desde la Tribuna Legislativa a Robles- en algún momento va a rendir cuentas”.
Ojalá así sea. Ojalá una vez investido con la banda presidencial, Andrés Manuel López Obrador comprenda que promover la aplicación de justicia para castigar a quienes han mal utilizado los bienes de la nación, es parte de su responsabilidad, y elemento esencial de cualquier transformación que se pretenda llevar a cabo.
Sin justicia, no habrá transformación.