El caso de Andrés Manuel López Obrador, candidato electo para la presidencia de México, es atípico y muy singular; sobre todo si analizamos la historia de nuestra patria.
Se da el caso que la ciudadanía ya le exige el cumplimiento de promesas de campaña sin aún ser formalmente el primer mandatario de este país, y es que prometió cumplir todas las proposiciones que hizo durante la campaña electoral y la verdad muchas de ellas son inviables y se hicieron solamente para captar el voto ciudadano. Además no se toma en cuenta que aún no asume formalmente el cargo de presidente, por lo que habrá de transcurrir algún tiempo para que se puedan apreciar los efectos de la restructuración política, jurídica y económica del nuevo gobierno. No obstante, la ciudadanía espera que, cumplida la entrega ceremonial, el equipo del nuevo primer mandatario del país se ponga a trabajar con celeridad y las reformas se hagan sentir para bien de la República, de lo contrario, la sociedad se sentirá defraudada en sus pretensiones de participar en un cambio estructural de país, como lo prometió el candidato de Morena.
De no lograrse un resultado positivo, casi de inmediato, no será extraño contemplar el brote de estallidos sociales protestando por el incumplimiento de promesas que deben reflejarse en los bolsillos de los trabajadores y de las amas de casa. Los primeros inconformes serán aquellos ciudadanos agobiados por la carencia de elementos indispensables para vivir con dignidad, lo que los convierte en resentidos sociales.
El llamado cambio deberá darse apegado al derecho constitucional y con respeto absoluto a los derechos humanos, cuestión difícil sobre todo si reflexionamos y nos damos cuenta que vivimos en un Estado donde la ciudadanía no está muy acostumbrada a vivir apegada a derecho, lo que ha dado origen a la corrupción y su acompañante, la impunidad.
Para que se dé una transformación verdaderamente estructural, tenemos que encontrar la fórmula para vivir en un Estado de derecho, tomando en cuenta las condiciones socio-históricas, abatiendo la discriminación y las desigualdades tan marcadas que persisten en contra de las clases más necesitadas, y que nos negamos a reconocer y a erradicar.
También, el famoso cambio estructural tiene que contar con la participación de los partidos políticos que deben ser objeto de un cambio que les permita democratizarse en su interior y mantener una congruencia con la ideología que lo sustenta.
Recordemos que el voto emitido por los electores, el pasado primero de julio del presente año, se sustenta en la promesa de una transformación axiológica del país, sobre todo en cánones democráticos que significan no solo emitir un voto, sino la participación de todos los mexicanos en aptitud de votar en la toma de decisiones políticas fundamentales.
Mientras no se haga justicia a 56 millones de mexicanos, no podemos asegurar que la estabilidad política sea más o menos duradera. El voto a favor de Andrés Manuel López Obrador estuvo cargado de esperanza, fue una oportunidad de rectificar errores para quienes encabezan el sistema político.
Se dice que la ciudadanía votó empujada por el hartazgo que han producido varios lustros de autoritarismo y de desigualdad, así como de un sistema administrativo burocratizado, mismo que ha impedido el desarrollo económico.
El nuevo gabinete debe tener tendencia al parlamentarismo y renunciar a las tendencias autoritaristas a las que estamos acostumbrados por quienes gobiernan.
Si queremos orden, seguridad, en un ambiente de libertad y de democracia, y salir del subdesarrollo político en el que nos hemos colocado y en la condición de Estado anómico, debemos aprender a impulsar la participación de los llamados controles sociales, familia, escuela, religiones, barrio, etc.
La delincuencia es una patología social que es fruto de la impunidad que se da en los gobiernos, sin el apoyo social y sin los beneficios de la educación de los individuos.
Arnoldo Castilla es abogado y catedrático de la UABC.