El Licenciado Hodín Gutiérrez tenía cuerpo de basquetbolista. Me lo imagino sobre la cancha, corriendo, frenándose, abriendo el compás, medio agachado y controlando el balón. Con la mirada hacia todos lados. Ubicando muy bien a los compañeros y competidores. Jugando más con la cabeza que con fibra. Sin hacerle caso a la gritería de los espectadores y concentrado en las instrucciones de su entrenador. Tenía la estatura para llegarle fácil a la canasta o para impedir que le llegaran. Se me hace que si hubiera coincidido en tiempo y lugar cuando los famosos “Dragones” de Tijuana, ahorita sería uno de sus históricas estrellas. Creo que le ayudaba mucho la condición física. Por lo menos nunca le vi fumar ni tomar. Se desvelaba por razones de su trabajo detectivesco, pero hasta allí nada más.
Nadie me presentó con Hodín en un encuentro, cara a cara, saludo de por medio, ni formalmente.
Simplemente un mutuo amigo, nos habló a cada uno por separado y dijo día, hora y lugar para reunirnos. Fines de 1994. Tanto a mí –y supongo que a él– le convenció el argumento de nuestro camarada: “Es conveniente que se conozcan. Que cambien impresiones”.
Para el caso le llamé por teléfono, precisamente cuando esperaba mi llamada. Quedamos que pasaría por mí, detendría su auto frente a ZETA y me subiría. Lo hice pensando que iríamos a tomar un café por allí, pero simplemente anduvimos dando vueltas en su carro cerca de nuestra oficina.
Lo primero que me cayó bien de Hodín fue que no me hiciera referencia a que su padre Armando Gutiérrez Zamora es periodista. Me imagino que bien sabía del trato entre su jefe y yo cuando reporteábamos hace treinta y tantos años. El día que le pregunté por él, lo reconoció con orgullo. Fue breve, pero como dicen por allí, sustancioso. No utilizó el tema ni me dio oportunidad para de allí partir una relación basada en la amistad con su padre. No sé si después de nuestro primer encuentro se lo platicó a Gutiérrez Zamora. Pero ni éste me habló para referírmelo ni jamás su hijo tocó el asunto.
Por su trabajo en la Procuraduría de Justicia estatal y su nombre, Hodín me llamó la atención. Las primeras referencias que tuve resultaron optimistas: “Es un buen muchacho” o “fue muy aplicado en la Universidad” y “lo escogieron por honrado”. Es que el Licenciado Ernesto Ruffo Appel, gobernador, lo nombró fiscal especial, para que nada más tratara asuntos delicados. Y se metía en ellos hasta el fondo.
Estoy seguro que Ruffo no tenía pensado perseguir a los mafiosos porque no era ni es su función estatal. En ese terreno como en otros se cuidaba mucho de no tener más enfrentamientos de los que le sobraban con la Federación salinista. Pero se vio obligado porque los señores del narcotráfico ni le tocaron la puerta, se metieron a la sala y casi llegaron a la cocina. Utilizaron primero a un jefe de la Policía Judicial y luego directamente a la Procuraduría.
A Ruffo, como gobernador panista, no le hacían caso en la PGR y por eso buscó las pruebas y turnarles los asuntos, para demostrarles que los crímenes no eran nada más porque sí. Eran de la meritita mafia. Recuerdo que decía: “Todos los asesinatos apuntan a la Policía Judicial Federal”. Estaba plenamente convencido. Me imagino que entre otras cosas por eso comisionó a Hodín. Y lo hizo conociendo primero su efectividad como investigador apoyada por sus estudios en leyes. Tenía como antecedente la solución a un secuestro importante. Luego le “tomó la medida” a estos delincuentes. Los capturaba cuando planeaban el delito o después que lo cometían. Pero no era por casualidad sino por una minuciosa tarea acompañada de una mezcla de terquedad, de entrega y pasión.
Sé que a los policías viejos no les caía muy bien. Primero porque no se movía al ritmo de ellos ni caminaba por la misma ruta. Y segundo, porque se dedicaba de lleno a su chamba. No le ponía peros. A lo mejor y por eso le pusieron su oficina fuera de la Judicial del Estado. Y tal vez por lo mismo hasta el Procurador y Licenciado Pedro Raúl Vidal Rosas no quería ni tratarlo. Me consta porque un día vi un oficio que firmó, dirigido al Subprocurador en Tijuana, donde le instruccionó para no saber nada de Hodín y –más o menos– “de la información de marras” que traía entre manos.
Cuando Hodín y yo platicamos nunca fue en el mismo lugar. A veces pasaba por mí y en otras yo iba en mi auto hasta donde estaba el suyo y cambiaba. En principio lo sentía exagerado. Me parecía como de película. Tuve muchos encuentros con otros policías tanto del Estado como federales y hasta norteamericanos, pero nunca en esa forma.
Pero sucedió entonces algo que nunca olvidaré. Cada vez que nos reuníamos se refirió a situaciones que en los últimos años nunca escuché a ningún policía estatal hablar así. Se trataba de asuntos que no eran precisamente un secreto, pero que no se acostumbraban a tratar, y menos con un periodista. Indudablemente estaba pisando terrenos que sus compañeros de la Procuraduría conocían pero no se atrevían a caminar.
Tal vez esa situación mezclada con la delicadeza de los asuntos que traía y el tener que tratar directamente con el Gobernador y no con el Procurador, lo volvieron más reservado. Entonces noté dos cosas:
Una, empecé a verlo más tenso. Y la otra, no sé si fue temor o precaución. Cortaba cartucho a su escuadra, creo que era una .9 milímetros y la ponía bajo el muslo cuando iba manejando el auto. Creo que hubiera sido mejor tenerla a un lado. En caso de emergencia sería más rápido tomarla que sacarla de entre la pierna y el asiento. Podía disparársele en la prisa. Se lo dije alguna vez pero no hizo caso. Él quería traerla así y ni modo.
Y cuando iba al volante, no dejaba de ver por el espejo central interior o por el lateral exterior. Movía la cabeza como periscopio. Nunca me lo dijo ni necesitaba preguntárselo, pero era señal de saberse vigilado. De que le andaban siguiendo los pasos. De que no confiaba.
Para mí fue una señal más de que le hacía falta un apoyo. No solamente policiaco y de confianza. También con quién desahogarse. Por un lado, Ruffo no lo podía atender todos los días. Y por el otro, creo que no quiso preocupar a su padre.
Dejamos de platicar antes de terminar el gobierno de Ruffo. La verdad, no sé si por su presión o mi desacostumbrado trato en tales condiciones. Nuestras entrevistas empezaron a brincar de un lado a otro, caíamos en la discusión y luego no podíamos encaminarnos a la conclusión. Las posturas se polarizaron. Publiqué lo que en ese momento sabía y aunque él no estaba de acuerdo, lo respetó y viceversa.
A principios del 95 dejamos de vernos. Sin decírnoslo, creo que los dos comprendimos. Ya no tenía caso seguir platicando si aquello en lugar de intercambio de opiniones se convertía en diferencias.
Pero no por ello tuvo tropiezos. Al contrario, se metió con más ganas a la investigación.
Cuando vino el cambio de gobierno el 95, en lo personal no me gustó que el Licenciado Héctor Terán Terán retirara a Hodín de la fiscalía especial. No sé ni me consta si Ruffo le informó o si el nuevo gobernador preguntó. Siempre he pensado que cuando hay un relevo de mandatarios y se hace en santa paz pueden confiarse muchas cosas y darles continuidad a más. Pero creo que en el caso de Hodín, cambiarlo de posición era tan delicado como quitarle autoridad, placa y pistola para dejarlo como tiro al blanco de los malosos.
Después supe, en cortas pláticas con su padre que personalmente le pidió a Hodín dejar esa chamba. Gutiérrez Zamora sabía: Por más derecho que fuera su hijo y buenas intenciones las suyas, no podría cambiar el mundo. Había muchos intereses. El padre lo sabía. Tantos años en el periodismo le enseñaron los lados de la verdad y la mentira. O como decía el veterano agente judicial Baldomero Juvera: “Si quieres llegar a policía viejo, hazte pendejo”.
Cuando retiraron a Hodín de la Fiscalía Especial y lo mandaron a un puesto de la Procuraduría, me imagino que no estaba a gusto, que traía la inquietud por dentro. De todas formas, ya no volvimos a vernos ni hablarnos. No había motivo para reunirnos.
El 3 de enero del 97, mi compañero Héctor Javier González me llamó por su celular. Estaba en el lugar donde varios sicarios acabaron horrorosamente con Hodín. Acostumbrado en este trabajo a saber de malas nuevas, en esa ocasión me dolió.
Más, cuando me enteré cómo lo emboscaron, cómo se defendió y cómo terminó.
Si alguien supo quién le disparó fue Hodín desde el momento mismo que sacó su pistola para defenderse. Indudablemente le miró a los ojos. Pero el que estaba enfrente traía una ametralladora y lo acompañaban otros. Le superaban en capacidad de armamento y en número. Empezando por la policía, me imagino que sabían y saben quién mandó a los sicarios.
Originalmente el gobierno teranista ordenó que agentes judiciales lo custodiaran. Pero los retiraron porque no los quiso. Con esa justificación salió el Procurador José Luis Anaya luego que mataron a Hodín. Creo que no fue y ni es pretexto válido. Primero, porque Anaya daba las órdenes y no el ex-fiscal Gutiérrez. Una cosa fue que no quisiera vigilancia y otra proporcionándosela sin que se diera cuenta. Y segundo, lo más importante: Cierta persona hasta hoy no identificada, le advirtió personalmente al Procurador la desgracia que le esperaba a Hodín. El propio Anaya lo confesó luego del asesinato.
Todo esto fortalece las hipótesis de que se pudo pero no se quiso investigar lo de Hodín. Sobraban pistas, faltó decisión.
El primer lunes de enero se cumplirán tres años de tan monstruosa ejecución.
* * *
Al Licenciado Joaquín Báez Lugo lo conocí en 1979. Era pasante y tenía fama de ser un buen alumno de su generación. Por eso el Licenciado Rodolfo Carrillo Barragán, que era su maestro en la facultad, se lo llevó a su despacho.
Recién quedé en el desempleo cuando nos cerraron el periódico “ABC”. Todos los días, seguido por agentes de la Policía Judicial que me vigilaban por órdenes del Gobernador, iba de cajón a dos partes. Al despacho del Licenciado Carlos R. Estrada García, en la calle Guanajuato, entre Agua Caliente y Brasil. Era nuestro abogado. Con él comentaba los pormenores de nuestro reclamo y sentíamos cada vez el peso de la represión. Luego llegaba a la oficina de Carrillo Barragán, frente el Cine Roble en la calle Sexta entre Revolución y Constitución. Entonces, asociado con los licenciados Luna y Salcido. Allí leía los periódicos del día. Comentaba algunos sucesos con los abogados, con la inolvidable Norma y fue donde conocí a Joaquín.
Le gustaba mucho leer Proceso y ese era normalmente el tema de nuestras rápidas pláticas. Luego me comentaba sobre algunos libros. Después, titulado y de lleno en la abogacía me regalaba de vez en cuando alguna novedad.
Cuando los periódicos se me vinieron encima, especialmente con una serie de columnas perversas en El Mexicano, El Heraldo y lo que sobraba del ABC, elaboró una denuncia penal federal por su iniciativa. Me dijo que había elementos para encarcelar a los autores. Pero le expliqué por qué no hacerlo: Convertiría a mis enemigos en víctimas. Lo aceptó y seguimos nuestra amistad. Jamás me habló de sus asuntos ni yo le pregunté.
Dos que tres semanas antes de su asesinato coincidimos cuando yo llegaba a mi casa. Nos saludamos. Iba con su pequeño hijo. Platicamos rápidamente de algunos libros. No lo volví a ver. Un amigo mutuo me llamó minutos después que lo ejecutaron al salir de la Plaza Financiera. No me caía en la cabeza ¿por qué a él? Luego supe por mis compañeros reporteros y editores sobre la forma como lo mataron. Vi las fotografías y solamente pesé: “Profesionales”. Y recordé a Hodín. También Joaquín le vio la cara a sus asesinos. Por eso quiso meter reversa a su camioneta. Los conocía. Y también como en el caso del ex-fiscal, la policía supo inmediatamente quiénes fueron y de dónde partió la orden, pero igualmente prefirieron no investigar.
¿Que Joaquín era abogado de los Arellano Félix? Así lo publicaron. Unos con un tono de “se lo merecía” y otros como hipótesis. Estoy seguro que si se buscara en su oficina no se encontraría en ningún documento el nombre de los jefes del cártel. Pero sí el caso del famoso hotel Oasis que manejó y sufrió dos reveses. El último, antes de su ejecución supe que lo tenía muy preocupado. Mucho.
Creo que Hodín como Joaquín, abogados, en los extremos opuestos de la profesión, no merecían el fin que tuvieron. Aunque, suponiendo sin conceder, se hubieran equivocado en su tarea.
* * *
¿Qué hizo o qué no hizo José Contreras Subías para que lo ejecutaran también a punta de ametralladora y en Tijuana? Se llevó las razones con él. Y como Hodín y Joaquín, también le vio la cara a sus asesinos. Hasta donde sé, le hablaron, huyó, lo persiguieron y le alcanzaron a las puertas de su casa donde fue muerto a balazos. El suyo es un caso más dramático: Su madre lo acompañaba y vio cómo lo asesinaron.
José, o Don José como le decían, fue narcotraficante. Pero catorce años en prisión lo hicieron no volver a ese quehacer. Por el contrario, se volvió tan espiritual que hasta ministro llegó. Cuando abandonó la prisión le hice la lucha para hablar con él y no quiso. Todo lo contrario a cuando hace quince años me mandó un mensaje con su sirvienta, para explicarme cómo se escapó de la cárcel.
Creo que Contreras Subías ya no quería estar en la mafia o le hizo la lucha –desde su religión– para que otros la abandonaran. Se me hace que por alguno de esos dos motivos lo mataron. Y como con Hodín y Joaquín, la policía sabía y sabe quiénes dispararon las armas y por orden de quién.
Tomado de la colección Dobleplana de Jesús Blancornelas, publicada por última vez el 1 de febrero de 2013.