Esta semana el diario español El País publicó en su primera plana que los asesinatos en México habían roto, en octubre, todos los récords, al acumularse en esos 31 días, 2 mil 764 personas asesinadas en la República. Comentaristas nacionales e internacionales tomaron la estadística de Estados Unidos, que refiere que en la nación y durante el sexenio de Enrique Peña Nieto, han sido ejecutadas más de 93 mil personas.
En realidad van más. De acuerdo al conteo de ZETA, para septiembre de 2017, cuando el Presidente Enrique Peña Nieto llegó a su Quinto Informe de Gobierno, los ejecutados en México y en su sexenio se contabilizaban en 104 mil 602, haciéndola la administración más mortífera para el país, superando incluso a la administración de Felipe Calderón Hinojosa, que con su estrategia de la guerra contra las drogas, acumuló poco más de 103 mil ejecutados en seis años.
En efecto, la Presidencia de Enrique Peña Nieto pasará a la historia de México como la más sangrienta. Son muchos factores tras la infame estadística. De entrada, el Presidente Peña eliminó la Secretaría de Seguridad Pública Federal, institución que concentraba las fuerzas preventivas federales, así como la inteligencia y el sistema de control evaluación y confianza, que a su vez alimentaba la Plataforma México, una red interna para las procuradurías y secretarías de Seguridad de los estados para tener ubicados a los criminales aprehendidos e investigados.
Además, el mandatario retiró al Ejército Mexicano y a la Armada de México de las calles.
Los regresó a los cuarteles, eliminando así cientos de retenes a lo largo y ancho del país que detectaban y confiscaban cargamentos de droga, de armas, de dinero de origen ilícito.
En cinco años de administración peñista, el Cártel Jalisco Nueva Generación ha registrado un crecimiento impresionante. La Procuraduría General de la República pasó de ser una fiscalía que, coordinada con su subprocuraduría SIEDO (ahora SEIDO), llevaba un registro y perseguían a las mafias mexicanas, a una institución de ornato que no persigue narcos, que no castiga la corrupción, que no genera órdenes de aprehensión y que es instrumento político.
Como lo es también la Policía Federal que terminó en la facultad del secretario de Gobernación, cuando la Secretaría de Seguridad Pública Federal fue eliminada. El encargado de la política interior también es el encargado de la Policía. Los resultados, en los más de 104 mil ejecutados y el crecimiento de los cárteles, son evidencia de que la estrategia peñista no ha funcionado.
Son, pues, distintos factores que han llevado al país a una de las épocas más violentas que se tenga cuenta en la historia contemporánea de México.
Esta semana, tres hechos en tres distintos sectores y en tres regiones del país, dieron cuenta de cómo la violencia y la inseguridad producto de los cárteles de la droga, ha superado al gobierno del Presidente Enrique Peña Nieto, a un año de que abandone la administración.
Primero, en el Estado de México, de hecho el lugar de origen del Presidente, el domingo 19 de noviembre, fue asesinado en un paraje de la carretera Pirámides-Tulancingo, el director de la compañía de comunicaciones Izzi, Adolfo Lagos. Las primeras versiones indicaban que había sido muerto a manos de asaltantes que intentaron robarle su bicicleta, una especializada que se vende a razón de 200 mil pesos en el mercado deportivo.
La indignación de la clase empresarial prendió rápido, al tiempo de la sorpresa general, si un hombre escoltado puede ser asaltado y asesinado, cualquiera corre el mismo riesgo. Sin embargo, Enrique Peña Nieto no condenó los hechos, lamentó la muerte. Refleja su postura de un gobierno que vive de esquelas más que de acciones contra la delincuencia, la organizada y la común.
Más tarde se sabría que la bala que mató a Lagos no provino de la delincuencia, sino de uno de los escoltas. La maraña de hipótesis de si fue un homicidio accidental o provocado iniciaría, poniendo de por medio un litigio en Estados Unidos sobre corrupción en la transmisión de justas deportivas, donde Televisa, adonde pertenece Izzi, estaba metida.
Un día después, el 20 de noviembre antes de la hora de la comida, veinte camionetas con número indeterminado de gente en su interior y armados de asalto, irrumpió en el pueblo de Hidalgotitlán en Veracruz. Cerraron accesos a la demarcación, tomaron calles y aún con luz de día, llegaron hasta la casa del alcalde electo, Santana Cruz Bahena, a quien amagaron hasta obligarlo a salir de su hogar, de no hacerlo, prometían asesinar a toda su familia.
Lo acribillaron en el patio de su casa. Su cuerpo quedó tendido entre mesas, sillas, comida, todo lo que había preparado para hacer una fiesta de pueblo por la noche de ese día.
Unas horas después, Silvestre de la Toba Camacho, titular de la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Baja California Sur, fue emboscado en La Paz, cuando viajaba con su familia, su esposa Silvia y dos de sus tres hijos, en una camioneta en el centro de aquella ciudad, una de las zonas más populosas.
Sicarios emparejaron una camioneta en la que viajaban y abrieron fuego contra el defensor de los derechos humanos. Lo mataron a él, a su hijo Fernando, y dejaron heridas a su esposa Silvia y a su hija Silvia María. Las dos salvaron la vida, para enfrentar un enorme dolor. Perder ante la criminalidad organizada, impune y corruptora, al esposo, al padre, sin obtener respuestas de gobiernos cómplices por omisión.
Un empresario, un político y un defensor de los derechos humanos, los tres crímenes de alto impacto en un país donde la muerte acecha todos los días. Donde la violencia producto del narcotráfico y del crimen organizado son cosa común, ante un gobierno omiso, corrupto, ajeno a la realidad de un pueblo vulnerado, sumido en la inseguridad, la miseria y la corrupción. Así es el México de Enrique Peña Nieto. Y todavía le falta un año.