En estricta obligación, la Procuraduría General de la República y la Secretaría de la Función Pública, o la Procuraduría General del Estado de Baja California y la Contraloría, deberían perseguir los delitos de corrupción que todos los días se señalan en el país y en la entidad. Pero no lo hacen. Normalmente esas instituciones responden a intereses políticos, partidarios, personales o de gobierno, para no llevar a buen puerto las investigaciones sobre corrupción de funcionarios públicos de todos los niveles.
También suelen fallar los corrompidos. Empresarios a los que les cobraron una comisión a cambio de entregarles un millonario contrato de obra, compañías que dieron dinero a cambio de ganar la licitación o la adjudicación directa para una compra. Parece que el beneficio es mayor que la mochada. Lo mismo ocurre entre gobiernos, los diputados que cobran moche por entregar presupuesto adicional, o los políticos que cobran por cargos, plazas o servicios de intermediación con otros poderes. Para algunos profesionales es difícil dar a conocer que dieron tanto de mordida en cualquiera de los tres poderes, Ejecutivo, Legislativo o Judicial, a cambio de un trámite, porque entonces se cerrarían las puertas de la tramitología.
En este mar de intereses que abonan a la corrupción y con ello a la impunidad de los delincuentes en el gobierno, los mexicanos llegamos al sexenio de Enrique Peña Nieto, donde la corrupción prácticamente se convirtió en norma para cualquier trámite o manejo de recurso.
A pesar de la complicidad que existe entre gobiernos para investigarse unos a otros, o entre poderes para indagarse entre ellos, sabemos de la corrupción por denuncias de unos cuántos, también cuando es evidente como por ejemplo con una obra con sobreprecio, mal hecha, entregada a contratistas favoritos, o comprarles en lo personal a los mismos, incluso cuando algún valiente denuncia que lo están extorsionando, que le cobraron comisión, que hubo moche, o cuando a nuestros políticos la riqueza se les nota en la forma de vivir, en sus casas en territorio nacional y en el extranjero, en la acumulación de propiedades, en las joyas, en sus autos, en sus vestimentas y en las escuelas a las que envían a sus hijos; gastos que sumando los sueldos que han ganado a lo largo de su vida en el gobierno, no podrían pagar.
También nos enteramos de la corrupción por las encuestas que organizaciones nacionales e internacionales hacen al respecto, donde la identidad de quien responde es anónima. Hace unos días Transparencia Internacional dio a conocer por ejemplo que en México, 51 por ciento de la población había pagado un soborno en el último año. México se ubicó en el mismo estudio de números, en los primeros sitios de corrupción en América Latina.
No fue hasta los excesos entre los funcionarios que integran el gabinete del Presidente Enrique Peña Nieto, y sus muy cercanos, que en México la sociedad comenzó a interesarse en el combate a la corrupción, al ver tanta impunidad en hechos tan notorios como vergonzosos, la compra de la “Casa Blanca”, el socavón de Morelos, la utilización de los helicópteros, los excesos de los gobernadores, el hurto de los dineros públicos, las estafas con el presupuesto, las irregularidades en los trámites. Demasiada corrupción a la vista, mínima la investigación oficial.
Los ciudadanos comenzaron a denunciar, a escribir, a presionar, y ante la desconfianza en las autoridades que debían investigar la corrupción y no lo estaban haciendo, se crearon más instancias, o en eso están, instituciones que ni modo, son parte ciudadanas y son parte de gobierno, y que podrían terminar en ser enormes aparatos burocráticos en lugar de ministerios y cortes neutrales de investigación y combate a la corrupción. Así llegamos al Sistema Nacional Anticorrupción, y en Baja California al Sistema Estatal Anticorrupción. Del primero poco se ha avanzado, la parte ciudadana ha cumplido con su responsabilidad, pero en la parte oficial entre el Legislativo y el Ejecutivo han puesto obstáculos para no activar el sistema que persiga a los corruptos en este gobierno y en los que siguen.
En Baja California, hace unos días se emitió la convocatoria para designar a los integrantes del Comité Seleccionador del Comité Ciudadano del Sistema Estatal Anticorrupción.
Hombres y mujeres propuestos por instituciones académicas, sociales y empresariales, para que inicien a dar forma al Sistema Estatal Anticorrupción. Falta mucho por hacer, falta mucho por construir, pero la sociedad ya está adentro del sistema, y ese es un gran avance.
Hace unos días también, el Presidente de la República y a propósito de la renuncia del procurador general de la República, dijo que lo mejor sería posponer el nombramiento del fiscal general de la República (necesario para nombrar al fiscal anticorrupción) hasta pasada la elección de 2018, cuando habremos los mexicanos de elegir Presidente.
Esto significa que los que ahora están corrompiendo tienen meses para continuar haciéndolo. Ese no necesariamente tiene que ser el escenario de Baja California. El contexto es otro y las leyes que se aprobaron también están adecuadas a las necesidades y condiciones de la región.
Los ciudadanos bajacalifornianos que ahora aspiran a ser parte del Comité Seleccionador, y aquellos que en un futuro próximo aspiren a ser del Comité Ciudadano del Sistema Estatal Anticorrupción, deberán pugnar porque el mal ejemplo de Peña Nieto para politizar el combate a la corrupción, no cunda en Baja California.
A lo mejor estamos frente a un aparato burocrático, frente a un elefante blanco, o una torre de Babel donde funcionarios y ciudadanos no llegarán a algo bueno, pero vale la pena hacer el esfuerzo por entrar al sistema, como ciudadanos, a investigar a los funcionarios, y en caso de las reticencias y los obstáculos, denunciarlos. Como lo hemos hecho desde el periodismo, desde el activismo social.
No hay de otra. Hay que estar pendientes de la integración del Sistema Estatal Anticorrupción. Ojo: especialmente con estos gobiernos, el de Peña y el de Francisco Vega, sospechosos siempre, de actos de corrupción.