En la colaboración de la semana pasada comenté que “he conocido el tema de la seguridad y el fenómeno de la inseguridad desde los más diversos ángulos…”
Terminé dicho artículo con un último párrafo donde dije: “En universidad, las materias que me gustaron más fueron Derecho Penal, Criminología y Derecho Penitenciario, las cuales años después tuve el placer de enseñar como Catedrático Universitario.”
En paralelo a la impartición de esas materias, buscando que mis alumnos vieran de cerca la realidad y no solo teoría, durante años organicé visitas de mis estudiantes a la Penitenciaría que el gobierno del Estado tenía en la Delegación de La Mesa en Tijuana, popularmente conocida como “El Pueblito”, mote que se le asignó porque en una buena parte de su interior contaba con una estructura de casas o departamentos de uno y dos pisos (que llegaban a costar hasta más de cincuenta mil dólares de los de aquellos tiempos).
Esas construcciones, por demás irregulares, estaban al margen de las “carracas”, los edificios donde estaban hacinados los delincuentes con menos o sin ningunos recursos económicos.
Haciendo una analogía con nuestra ciudad, era como si las carracas fueran “cartolandia” y las construcciones al margen fueran los fraccionamientos donde vivían los ricos.
En general, también a esa cárcel se le conocía como “La Peni”, aunque en la calle los delincuentes la referían como “La grande”. Independientemente de que el apodo aplicara a otros centros de reclusión del país, en Tijuana el término aplicaba más, porque durante un tiempo también existió “La Ocho”, una cárcel de menor tamaño, ubicada en la zona centro, en la Avenida Constitución, precisamente a un costado de la comandancia de policía localizada en la esquina de la calle Octava y la citada avenida. “La Ocho” primero solo operó como cárcel para infractores administrativos o en su momento para detención de procesados, pero se usó también para contener allí a los sentenciados más peligrosos, durante largos períodos o bien mientras que se preparaba su traslado a otra ciudad o a otro Estado.
Pero regresando a las visitas de mis estudiantes a la “La Peni”, decidí suspender los recorridos porque me percaté de que la actitud de los reos y en general el clima dentro de la Penitenciaría se estaba enrareciendo, situación que además había ido percibiendo en el exterior, tanto por diversas situaciones que tenían que ver con el clima de inseguridad que empezaba a generarse en la ciudad, como por las características de los expedientes que pasaban por mis manos durante los muchos años que fui funcionario del poder judicial, precisamente en los juzgados penales.
Afortunadamente la decisión de no ir más a “El Pueblito” fue correcta porque, por otra parte, desgraciadamente, se empezaron a suscitar allí en el interior homicidios, fugas y actos violentos extraordinarios que inclusive llegaron a terminar en motines, creando una gran zozobra a la población en general.
No era para menos; el indebidamente llamado “Centro de Readaptación Social” (CERESO), construido originalmente para poco más de medio millar de internos, tenía una sobrepoblación de muchos miles. A ello se aunaba la corrupción galopante, el “autogobierno” –¡hágame usted el favor!–, donde eran los “maicerones” –apodo para los presos más adinerados y dominantes– los que imponían las reglas, por lo que al ser internados otros reos de igual o más peligrosidad, los enfrentamientos y la lucha por el poder podían entrever la crónica de asesinatos anunciados antes de que se produjeran.
En el exterior, la otrora delincuencia común se fue alterando cada vez más, porque Tijuana dejó de ser solo territorio de paso para el tránsito de droga, para convertirse además en centro de distribución y consumo, lo que hizo que “la plaza” se hiciera apetecible para otras organizaciones criminales.
Continuará…
Todo es cuestión de sentirnos seguros.
Alberto Sandoval es Coordinador de Alianza Civil, A.C. Correo: AlbertoSandoval@AlianzaCivil.Org Internet: www.AlianzaCivil.Org Facebook: Alianza Civil AC Twitter: @AlSandoval