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sábado, octubre 5, 2024
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“¡Las otras!”

Empezamos por tomarnos un jaibol. Bar simulado hawaiano en popular hotel tijuanense. Nos sirvieron “palomitas” de botana. Me destanteó. En mi tierra los tragos siempre fueron acompañados con carnita deshebrada chilosa y para tacos. Tortillas hechas a mano. A veces nopalitos con camarones picosos. Era un agasajo cuando servían albóndigas con chile morrón. Mínimo dos cervezas y aquello pasaba de tentempié a comilona. Casi nunca bebidas preparadas. Si acaso “cuba libre” solamente en la noche y sus respectivas papitas o cacahuates. Y viendo las “palomitas” pensé que eran un “gancho” para provocar sed. Las botanas sureñas enchilaban o se le “atoraban” a uno y por eso venía la forzada frase: “¡Las otras!”.

Nunca en mi tierra o en Tijuana nos canceló el abastecimiento algún cantinero. Jamás mientras bebí alguno me dijo “…ya no. Estás muy tomado y no podrás manejar tu auto”. Al contrario. Muchas veces recuerdo haber oído al hombre tras la barra: “Ya voy a ‘cortar’ caja. ¿Quieres dos ahorita antes de darte tu cuenta?”. O también: “Llévese en este vaso de cartón ‘la caminera’ porque si no me cobran la copa”. Cuando tomaba “al otro lado” simplemente me decían: “En media hora cerramos. Ya van a ser las dos de la mañana. ¿Quiere otra y la cuenta?”. Pero nunca me advirtieron. “Ya no. Está muy tomado”.

Allá por 1960 fuimos una noche al famoso, inolvidable “Flamingo’s”. Casi todos solteros. Salimos del periódico “rascándole” a la una de la mañana. La noche resultó como se dice “larga, muy larga”. Canciones de “Los Panchos” y luego de revoltura “It’s now or never” con Elvis Presley o “…levántate no pidas más perdón” con el entonces de moda “Tariácuri”. Total, nos salimos antes que clareara.

Obligadamente al otro día y temprano nos reportamos a trabajar con todo y resaca. Desde la entrada al periódico nos dijeron: “Fulano y fulano se accidentaron”. Y luego vino la explicación: “Por quedarse a tomar salieron al último de ‘Flamingo’s”. Uno, compañero de formación. Subieron al auto cuando la Luna se metió. Quién sabe qué les pasó. No pudieron decírnoslo. No vieron la primera curva rumbo a la Ciudad. Siguieron de frente. Debió zumbar la máquina en el aire. En realidad, volaron. El auto no se fue en picada. Cayó como alguien de “panzazo” en la alberca. Lo pasmoso del episodio. No les pasó nada a nuestros compañeros.

Venturosamente en aquel tiempo estaba despoblado el lugar. De otra forma hubieran causado una matazón. Claro, el carro se desconchinfló. Si no aguantaba sacarlo como al buey de la barranca, menos repararlo. Pero tal accidente nos marcó por un tiempo. Cuando íbamos a tomar no faltaba quien lo recordara. Y como no queriendo dejábamos de brindar y estacionado el auto. Pedíamos taxi. Pero pasando el tiempo se tachó la mortificación.

Tiempo después llegó un reportero de Puebla a trabajar a Tijuana. Era muy formal. Siempre trajeado y limpiecito. Chaparro. Moreno y cara redonda. Pelo tan negro como cenzontle. Bien peinado y rasurado. Cierta ocasión estaba afuera de su casa. Recién abrió la cajuela del auto. Estaba acomodando o buscando algo. Se aproximó el carro conducido por un hombre tomadísimo. Su vecino. Iba a estacionarse atrás. Pero no pudo controlar el vehículo. Sin frenar prensó al periodista. Defensa contra defensa. Irremediablemente murió. Antes de enviar su cadáver a Puebla, lo llevaron un rato a la entrada del periódico para despedirlo. El director abrió el féretro y colocó un ejemplar del diario sobre sus manos. Fue dramático. Y otra vez, la impresión frenó durante un tiempo nuestro beber y manejar al mismo tiempo.

Diez años más pero en Mexicali viví lo que casi me desmayó. Terminamos de armar el diario. Casi la una de la madrugada. El maestro de formación subió a su auto. De camino a casa hacía escala y dejaba a una capturista joven. No habían recorrido más de una cuadra. Otro auto los chocó de frente. La damita murió en el hospital. El experto formador vivió ahora sí que para contarlo. Pero siempre debió usar un bastón. Casi lo dejan sin pierna. Quedó cicatrizado de la cara. Cuando aquel encontronazo manejaba correctamente. Ni acelerado. Pero un ingeniero venía muy ebrio conduciendo. Llevaba velocidad endemoniada. Y sin poder controlar su vehículo se metió al carril contrario. Vino el choque. Como sucede en muchos accidentes al culpable cero heridas. Ni la borrachera se le espantó. Y utilizó luego influencia y cercanía con el Gobierno. Se libró de la cárcel. No tuvo misericordia ni arrepentimiento. Tampoco presentó pésame ni disculpas. Tranquilamente olvidó el martirio que envolvió a dos familias.

Nunca supe cuál cantinero sirvió los tragos de mis amigos antes de “volar” en su auto saliendo de “Flamingo’s”. Ni conocí cuál emborrachó al que prensó al periodista. O al ingeniero y luego chocó contra mis compañeros. Lo escribo luego de leer una curiosa nota. La redactó Octavio Martí en París para “El País” de España. Phillip Schehr subió borracho a su auto. Al ratito rodaba veloz: 130 kilómetros por hora en la Ciudad. Rozó a un carro tan fuerte como para voltearlo. Venturosamente no se mató. Pero sí a tres jóvenes de 17, 18 y 25 años. Estaban recargados en un árbol platicando. Murieron apachurrados. Para variar al chofer no le pasó nada.

Los detectives confirmaron. Phillip tomó como todas las noches. Llegó a su bar preferido. Pidió uno y otro vasos de vino. Al salir de la cantina dijo burlesco a los parroquianos. “Voy a poner el piloto automático”, como seña para llegar sin problemas a su casa. Pero esa vez le falló. Meticulosos periciales dictaminaron: 75 centilitros de licor lo trastornaron mucho. Después de rápido proceso y sin chiste lo sentenciaron a tres años de prisión. Una condena demasiado bicoca comparada con el mortal desenlace. El juez calificó “triple homicidio involuntario”.

Me imagino al señor Schehr cuando se enteró: “Nada más tres años”. Debió sorprenderse. Pero más se asombró el cantinero Marc Bauduin. Le sirvió los tragos la noche del accidente. La policía lo acusó formalmente por “complicidad del delito de conducir bajo los efectos del alcohol”. Indudablemente lo destantearon. Años y años de satisfacer el gusto y vicio de tanto sin tener problemas. Muchos clientes se dieron gusto con las copas. Hasta cargados debieron sacarlos del bar. Sobraron los inaguantables “pleiteros” tundiéndoles a sus compañeros o recibiendo moquetizas. Y llegando a la casa desquitándose con la esposa o pareja. De todo eso y más sabía el encargado de la barra. Pero jamás fue acusado legalmente.

Así el cantinero Marc se volvió noticia. Los periodistas le buscaron más que bebedores. Pero nada más declaró: “Yo hice mi trabajo como miles de cantineros lo hacen cada día”. Y para clarear su conciencia y de otros: “La complicidad solamente existe cuando se hace queriendo”.

Marc debió ir a la corte. Se presentó a declarar muy formal. De claro traje. Corte moderno. Moreno. Cabellera ensortijada sin llegar a lo mechudo. Nariz ancha. Cejas negras. Muy “al estilo gringo” le acompañó su esposa. Una clásica dama de casa. De sencillo vestir y santa seriedad. Visiblemente no acostumbrada al maquillaje. Y por su expresión, tampoco a los actos públicos. En la foto distribuida por la Agencia France Press apareció con su mano apretada por la del esposo acusado.

Naturalmente otros cantineros respingaron. El fiscal los citó y advirtió: “No tengo nada contra ustedes pero nadie queda al margen de la ley”. Lo más delicado que les dijo fue “…su complicidad debe ser tenida en cuenta en estos casos tan evidentes”.

Pero el abogado de los cantineros rezongó: A ninguno de sus clientes se le podía asociar la complicidad nada más por servir tragos. Acusarlos es como si se supiera de antemano el desbarajuste por hacer de cada cliente. O reconocer que se estaban asociando a un infractor sin conocer qué delito cometería.

Aparte los dueños de bares se encorajinaron fuertemente. Primero, porque no hay ley para fijar cuántas bebidas pueden servir a un parroquiano. Segundo, no se los dijeron al autorizarles operar las cantinas. Tercero, tampoco les condicionaron a cada cantinero para poder trabajar.

Sus abogados voltearon hábilmente la tortilla. Dijeron que así se abre la puerta “…a todo tipo de interpretaciones”. Y pusieron un ejemplo: “…tal como concibe el fiscal la noción de complicidad, los fabricantes de automóviles no tardarán en ser perseguidos”. Explicaron además sencillamente: Estos señores producen vehículos que pueden superar las velocidades autorizadas. Aparte, son comprados por bebedores que no tienen responsabilidad y atropellan o matan. Eso, dijeron, es igual a las demandas contra las cigarreras. Nadie obliga comprar cajetillas a los fumadores.

Dijeron: Si se mide con esa vara, entonces son cómplices los productores de cerveza, tequila, mezcla, ron, whiskey, vodka, brandy, cogñac, champagne y sígale hasta el mexicanísimo pulque. De paso arquitectos e ingenieros por diseñar o construir bares. Fabricantes de mandiles, vasos y botellas. Hacedores de corcho. Impresores de etiquetas o notas de cobro. Electricistas. Carpinteros. Plomeros. Y hasta trovadores o distribuidores de discos. Todo eso y más contribuye al ambiente para tomarse un trago. Ah. En muchos casos las casuales damas vendiendo caro su amor. Y las novias cuando provocan desilusión o despecho.

Una cosa es el delito clásico de quien tan peca cuando mata la vaca como el que le agarra la pata. Pero a mí nunca me obligó un cantinero a tomar. Ni le obligué a servirme. Todo es cuestión de responsabilidad. Lo demás cae en el romanticismo, en el josealfredismo. “…que me sirvan de una vez pa’todo el año” o “…tómate esta botella conmigo y en el último trago nos vamos”.

Hace casi treinta años Arturo González Vega era el Jefe de la Policía en Mexicali. Plantaba a sus policías afuera de las cantinas más conocidas. Cuando los parroquianos salían “hasta atrás”, manejaban sus autos y les dejaban a salvo en casa. Muchas vidas se salvaron. Pero también abundaron los accidentes. No era posible tener guardianes para cada ebrio. Pero algo hizo.

En los últimos años en Tijuana muchas son las tragedias con olor a cerveza y licor. Fallecieron numerosas damitas y jóvenes. Otros quedaron marcados o lisiados para toda su vida. En los bares de Tijuana, especialmente de la Avenida Revolución, se perdió el sentido de la diversión. A los cantineros les interesa vender más y de menor calidad.

Cualquiera sabe dónde se embriagan más los jóvenes hasta embrutecerse. También la policía. Pero no hace nada por prevenir.

Las consecuencias van desde enormes gastos en la Cruz Roja, vehículos, casas o postes destrozados como las familias. Terminaron en astillas.

Antes no tantos tenían auto como hoy. Por eso había más bebidos en las barandillas. Detenidos en la calle haciendo “heces”. Hoy son más jóvenes llevados al forense y menos los detenidos por la policía. “¡Las otras!” dejó de ser expresión folclórica. La botana se cambió por marihuana o cocaína. Y los gobiernos panistas sueltan más permisos a emborrachadurías con horas extra.

 

Tomado de la colección Dobleplana de Jesús Blancornelas. 

Autor(a)

Redacción Zeta
Redacción Zeta
Redacción de www.zetatijuana.com
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