Olía a chapopote, aceite y petróleo. Penetrante. Muy penetrante. Por eso me mareaba y mi madre sacaba un algodoncito humedecido de alcohol. “Ten”, me decía, “…póntelo cerca de la nariz. Huélelo. No lo exprimas”. Al mismo tiempo advertía no asomarme por la ventana. Pero disimuladamente lo hacía. Veía al fondo el paisaje. Los maizales. Las montañas y los cerros. Las nubes púrpuras y el cielo limpio. Como si la ventana fuera una pantalla de cine y estuviera viendo una película a todo color. Pero, en primer lugar, los postes “pasaban volando”. Eran una raya casi borrosa. Es que había muchos cercanos, a lo largo de la vía y la locomotora era tan veloz como un bólido.
Nosotros viajábamos en vagón de Segunda Clase. Las bancas numeradas. De madera y para dos personas. Una frente a otra. Dos filas y pasillo de por medio. Muchos pasajeros no querían ir de espaldas a la marcha del tren. Así, decían, fácilmente caerían en mareo. Pero sobraban los cristianos que nada más se aplastaban contra la madera y dormían como si estuvieran en un sofá. Entonces el arranque de la locomotora no era suave. Daba dos que tres jalones fuertes. Si no se agarraba uno fuertemente al asiento, perdía balance y terminaba en el piso metálico. Y ¡ay de no colocar bien los velices o morrales en los depósitos laterales arriba de las ventanas y pegados casi al techo! Eran como unas canastas largas, de extremo a extremo del vagón. Entonces no había como hoy, documentación de equipaje. Nada de eso. A subirse con sus cachivaches y cada quien se las arreglaba.
Cuando el tren corría a todo lo que daba, entonces sí era suave el desliz. Solamente se oía un rítmico, espaciado “¡tras!, ¡tras!”. Era cuando las enormes ruedas aceradas del vagón pasaban sobre la juntura de los rieles. La locomotora de vapor negra con sus enormes letras NdeM a los lados bufaba y pitaba. Ese ritmo, me encantaba. Pero sentía temor cuando el tren subía el famoso “Espinazo del diablo”. Así le llamaban a lo más difícil en la ruta San Luis Potosí-Tampico. La marcha era despacito. A las ruedas de la locomotora le dejaban caer arena para evitar que patinaran.
El viaje duraba 12 horas. Paraba en varias estaciones. Entonces veíamos a las mujeronas, jóvenes y niños. Ofrecían de todo alzando la mercancía en sus brazos para más o menos aproximarse a la altura de las ventanas. Tacos bañados en jitomate, quesadillas de carne deshebrada, enchiladas, tamales de chile o dulce. Botellas que algún día fueron tequileras con leche o aguamiel. Mangos, plátanos o mameyes. Rajas de piña. También vendían bolsas de tela, cuero o tejidas. Sombreros de palma y hasta vestiditos de estambre o tela para bebés. Era curioso. Salíamos del altiplano y conforme avanzábamos hasta adentrarnos en la huasteca y luego la costa del Golfo, iba cambiando la oferta de comida o vestido.
Pero casi nunca comprábamos nada. Mi madre decía que podía hacernos daño. Que no sabía quién hizo aquella comida. Prefería llevar tortas con frijoles, pan de dulce o nos compraba alimentos a bordo. Tomábamos refrescos Pep de cola, Orange Crush de naranja o Del Valle de toronja. Decían que en Primera Clase iban mejor. Nunca viajé allí. Pero me contaban sobre su tren comedor donde se pedía a la carta. Los camarotes para familias solas sin molestia de convivir con el pasaje. Estos vagones iban enganchados más cercanos a la locomotora. Nosotros casi hasta atrás. Lo último era el “cabús”, un vagoncito de color amarillo, normalmente con una especie de torre para ver desde el techo. Y la infaltable, intensa luz roja en la parte trasera. Sería en caso de emergencia, lo primero que vería el maquinista de otra locomotora si acaso se aproximaba.
En cada parada veía a los “garroteros”. Llamados así los ferrocarrileros, pantalón de pechera, camisola, chamarra y cachucha siempre de rayas azules y blancas delgadas. Todo de mezclilla. Infaltable el reloj de bolsillo sujetado por una leontina. Tupido el bigote, nunca barbados. Botines de una piel opaca negra, con puntera de acero. Así evitaban los accidentales apachurrones en los dedos. Traían su lámpara petrolera en la mano y siempre revisaban abajo de los vagones. Tanto por inspección mecánica como para buscar a los que viajaban escondidos. “De mosca”, les decían.
Los conductores en cambio vestían traje negro con chaleco, camisa blanca y corbata. Una cachucha negra, redonda como un gorro de cartón pero con su visera de plástico. Parecida a la de los policías franceses. Con una plaquita al frente. También traían su reloj. Y eran los que, desde atrás, parados en el escalón más cercano a tierra, con su lámpara en mano, moviéndola en semicírculo abajo, le hacían señas al maquinista al grito de “¡Vaaaaamonos!”.
La salida de San Luis Potosí, exactamente a las siete de la noche. Puntualmente llegábamos a Tampico doce horas después. El regreso era a las 12 del día y terminábamos el trayecto a medianoche. Mi padre compraba los boletos con mucha anticipación. Todo mundo prefería el tren. Los aviones, contados. Entonces los autobuses eran camiones de carga habilitados con carrocerías hechizas. Asientos de lámina o madera con un tubo a la orilla. El larguísimo trayecto en una intrincada carretera lo hacía más arriesgado y sujeto a las descomposturas. Había preferencia por el tren.
En todo ese trajinar me llamaban la atención los soldados. Poco antes de arrancar el tren llegaban marchando. Sus estoperoles en las botas negras resonaban en el cemento dejando escuchar la precisión de su paso. Cargando mochila y máuser o carabinas. Se distribuían en cada vagón. Tenían sus asientos casi a la entrada o salida. Llevaban sus alimentos y no hablaban con los pasajeros. Cuando pregunté a mi madre porqué siempre iban allí, me sorprendió la respuesta. “Así no acercarán los salteadores a medio camino parando el tren, ni viajarán ladrones entre nosotros para robarnos”. Por lo menos viajé una vez al año entre 1943 y 50. Siempre vi a los soldados en orden. Así como llegaban y viajaban, también abandonaban el tren.
Escuché entre la cascada noticiosa del cataclismo neoyorquino: Es posible que policías armados vayan en cada jet comercial de aquí en adelante. Será una medida para evitar a los aero-piratas. Impedir el terrorismo. Cuando oí la noticia sobre esta posibilidad pensé: Si algún día llego a viajar en avión con mis nietos, les explicaré cómo lo hizo mi madre hace cincuenta y tantos años, por qué viajan hombres armados.
Tomado de la colección “Dobleplana” de Jesús Blancornelas y publicado el 15 de soviembre de 2013.