Enrique Peña Nieto tenía poquito más de un mes de asumir la Presidencia de la República cuando realizó cambios en las Regiones Militares en el País. Apenas empezaba enero de 2013 y los generales fueron retirados, reasignados, cambiados y desplazados a lo largo y ancho del territorio mexicano.
La lógica gubernamental indicaba entonces que a nuevo Secretario de la Defensa Nacional, nuevo Gabinete y mandos en las Regiones Militares. Pero a la par de los movimientos, vinieron también nuevas instrucciones.
México salía de la Presidencia de la República encabezada por Felipe Calderón Hinojosa, y con ello de la guerra contra las drogas que aquel gobierno hubo de emprender –de la mano del Gobierno de los Estados Unidos- para intentar sofocar la violencia, la inseguridad, producto del crecimiento impune de los cárteles de la droga en nuestro país.
En aquella estrategia calderonista, el Ejército Mexicano jugó un importante papel. Se convirtieron los generales comandantes de cada una de las doce regiones militares que existen en el país, en persecutores de narcotraficantes. La orden en el pasado sexenio fue que los militares abandonaran los cuarteles para que patrullaran las calles en una forma disuasiva de la violencia, y a investigar y perseguir criminales de alto impacto: narcotraficantes, secuestradores, extorsionadores, tratantes de blancas, falsificadores.
La estrategia tenía sustento: Las corporaciones policíacas de los gobiernos municipal, estatal y federal estaban harto corrompidas por la delincuencia organizada. A cambio de pesos y centavos, o billetes verdes en las fronteras, ayudaban a narcotraficantes y criminales a perpetrar asesinatos, secuestros, levantones, amenazas. También hacían perdedizas averiguaciones previas, y les daban el famoso pitazo cuando algún grupo especial tenía la orden e informaba de un operativo para aprehender algún notorio criminal.
Limpiar las corporaciones policíacas es una deuda política histórica en los tres órdenes de gobierno, pero particularmente en el federal. La Procuraduría General de la República estaba infiltrada hasta la médula. Igual la Policía Federal, la Preventiva, la que auxiliaba a la Siedo, la que debía perseguir a los narcotraficantes en el país, y aquella que tenía que ir tras los narcomenudistas, robacoches, y delincuentes menores.
El entramado del crimen organizado para comprar impunidad y corromper era tan amplio como efectivo.
Por eso Calderón y su equipo decidieron que, en tanto las corporaciones no pasaran por filtros de control, evaluación y confianza, y una depuración plena, serían los militares quienes perseguirían a los integrantes del narcotráfico y el crimen organizado. Aquella guerra contra las drogas trajo el descabezamiento de algunas organizaciones delincuenciales, el crecimiento de otras, y la ejecución de más de 83 mil personas producto de la violencia.
Pero recién estrenado en su papel de Presidente de la República, y aun sin depurar las corporaciones policíacas, Enrique Peña Nieto dio marcha atrás a la participación del Ejército Mexicano en el combate al narcotráfico y el crimen organizado. La orden directa a los generales fue que sus tropas regresaran a los cuarteles, que no más persecución, que respetaran a las autoridades civiles, y solo coadyuvaran con las mismas.
Efectivamente, los soldados dejaron de patrullar las calles, de perseguir delincuentes, eliminaron sus centros de inteligencia en materia de narcotráfico. Dejaron de dar conferencias para presumir lo asegurado, al detenido o al secuestrado liberado. Dejaron de ser protagonistas en la búsqueda de la seguridad, por orden presidencial.
Hoy a los militares los utilizan de auxiliares, para coordinarse cuando hubo un aseguramiento, una detención, una persecución, para resguardar un bien asegurado al narcotráfico, para apoyar en la vigilancia de detenidos, para ser testigos y no coordinadores de las estrategias de combate al crimen.
Por eso los militares que fueron emboscados el viernes 30 de septiembre en una carretera de Badiraguato, Sinaloa, trasladaban a un reo peligroso en una ambulancia. Por eso estaban en ese momento sin más estrategia que la de servir de apoyo para el traslado, vulnerados al ataque del narcotráfico.
El convoy militar fue sorprendido con explosiones de granadas, y con balazos de armas largas. Los soldados fueron sometidos a puro fuego. 10 heridos, 5 muertos. Los criminales lograron su objetivo: liberar del cautiverio oficial a un integrante del cártel de Sinaloa. No se sabe si para curarle las heridas y llevarlo de nueva cuenta a la actividad delincuencial, o para asegurarse de su muerte.
Los narcotraficantes tienen ahora ese poder. Enfrentaron al Ejército y le ganaron. Los tomaron con la guardia baja, de coadyuvantes y no de protagonistas. La afrenta del narco es contra el Gobierno y de éste contra la sociedad. El Ejército sin un papel activo en el combate a la inseguridad es en detrimento de la sociedad. Es vulnerar a sus elementos. Coincidencia, las fuerzas armadas dieron a conocer los ataques que han sido blanco desde 2006 a la fecha, desde que inició la guerra contra las drogas hasta que fue suspendida. 479 elementos (más los cinco de aquel 30 de septiembre) han sido asesinados.
De los estados donde más se ha atacado a los militares: Tamaulipas donde han caído 114 soldados. Sinaloa con 57 bajas, Michoacán donde atentaron contra 53, Guerrero con 38, y Nuevo León donde han asesinado a 33. Sin olvidar el cruento ataque por parte del Cártel Jalisco Nueva Generación en mayo de 2015 y en Jalisco, cuando los narcotraficantes derribaron un helicóptero del Ejército Mexicano que vigilaba las zonas de conflicto, y de 18 soldados que sobrevolaban, siete perdieron la vida en el ataque criminal.
A los soldados les han derribado helicópteros como les han atacado a balazos.
Contar con las herramientas suficientes para atacar un convoy militar y salir airoso de la afrenta, solo refiere un país donde la impunidad es lo que priva, y el Estado de derecho no se ejerce a cabalidad, para resultar en zonas de ingobernabilidad. Sinaloa es un estado con esas características, como lo son Tamaulipas, Chihuahua, Guerrero, Michoacán.
México vive una ingobernabilidad. Con un Presidente que a poco más de 30 días de tomar posesión, sin una clara estrategia de combate al narcotráfico, se deshizo de la guerra contra las drogas, vulnerando a sociedad y autoridad. Que desapareció la Secretaría de Seguridad y no continuó con la depuración en corporaciones federales, estatales o municipales.
La estrategia de Enrique Peña Nieto para contener, atacar, perseguir y castigar a los miembros de los cárteles de la droga, ha sido errada. Ahí están los más 78 mil ejecutados que ha acumulado en 45 meses, y los soldados que son emboscados.
Ni el coraje del General Secretario de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos Zepeda, pueden para perseguir a los criminales que impunes, se multiplican en un contexto nacional falto de operaciones de inteligencia para recuperar los territorios y dar tranquilidad a los mexicanos. No son suficientes las amenazas oficiales de dar con los responsables, cuando no se cuenta con un plan de acción preventivo, que persiga y castigue para acabar con la impunidad, que sancione la corrupción y le apueste a la transparencia, a la presión sobre los criminales para lograr la seguridad de los ciudadanos.
Los ataques al Ejército son afrentas de criminales sobre un gobierno que ha fallado en la persecución del crimen, y que no ha tenido la sensatez para recular en una decisión, y establecer una estrategia real, integral, y que utilice a todas las fuerzas armadas y corporaciones civiles para establecer un frente contra el narcotráfico y el crimen organizado.
Sin guerra contra las drogas, el México que gobierna Enrique Peña Nieto está perdiendo la batalla de los cárteles contra la autoridad, mientras el país irremediablemente se desangra.