Antes, una alambrada rematada por un rollo de filosas púas marcaba la división de los territorios mexicano y norteamericano en Tijuana y Mexicali. Igualito a los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial. Así estaba cuando llegué a Baja California en 1960. Entonces, muy pocos se aventuraban a brincarla. En aquellos años era muy fácil obtener el pasaporte de residente fronterizo. A mí me lo expidieron las autoridades norteamericanas a los pocos días que llegué. Nada más bastó mostrar mi “Forma 13”, una identificación expedida por la Secretaría de Gobernación a los residentes del norte mexicano.
Logrado tal pasaporte norteamericano y llamado desde entonces “local” uno podía entrar a Estados Unidos cuantas veces se le antojara. Irse hasta donde se le antojara sin requisito ni pago de por medio. Podía permanecer el tiempo que quisiera. La única prohibición era no trabajar. Creo que muchos aprovecharon esa situación para quedarse por allá o unirse a familiares y amigos. Luego legalizaron su situación. Se emigraron y ahora hasta son ciudadanos norteamericanos.
Entonces pocos cruzaban la frontera sin documentos, porque el transporte en autobús del centro de la República a Tijuana era muy caro para las condiciones económicas de aquel tiempo. Y también la situación del país era mejor. De todos modos los que aventuraban a irse de trampa lo hacían por Nuevo Laredo cruzando a nado el Río Bravo. Por eso desde hace muchos años les llamaron espaldas mojadas o mojados.
Más o menos en 1962 ó 63, las autoridades de Estados Unidos nos exigieron una radiografía del tórax para demostrar que no éramos tuberculosos. Y poco después, colocaron un engomado rojo en el reverso del pasaporte local. Era una advertencia: No podía uno pasar más de 20 millas de la frontera ni permanecer más de 72 horas en territorio norteamericano. Si quería viajar a Los Ángeles, Las Vegas o San Francisco, necesitaba pedir permiso y justificarlo. Ahora ese pasaporte se canjeó por una visa láser. Y para pasar más de las 20 millas hay que pagar.
Recuerdo cuando trabajaba en Mexicali. 1964. El periódico estaba calle de por medio con la alambrada. Todos los días veíamos pasar cinco o seis veces y por las noches otras tantas una camioneta del Servicio de Inmigración de Estados Unidos. Lo curioso era que en el centro de la parte trasera del vehículo estaba soldada una cadena que, a su vez, jalaba desde los extremos a un riel. Así, dejaba “peinado” y “lisito” el enterregado suelo. Cuando regresaba en sentido contrario, el tripulante se fijaba si no había huellas de alguien que se hubiera brincado. De ser así, inmediatamente llamaba por radio. Pero durante los cuatro años que trabajé en ese edificio, nunca vi a nadie treparse.
Cierto día me envió mi jefe de redacción a la Línea Internacional porque un auto estaba incendiándose. Cuando los bomberos extinguieron las llamas, los testigos nos quedamos asombrados. Encima del motor y a los lados estaba lleno de pollos crudos tal y como los venden en el mercado. A los pocos días Migración norteamericana descubrió durante sus revisiones de autos, una camioneta con doble fondo en la parte trasera. Fue una sorpresa y una novedad: Allí iban apretujados algunos mexicanos para cruzar sin documentos. Alguien los comparó con los pollos del auto incendiado y desde entonces así les dicen a los indocumentados. Y “polleros” a los “coyotes”.
Al paso de los años creció el número de compatriotas que cruzaron indocumentados a Estados Unidos desde Sonora, Sinaloa, Michoacán, Jalisco, Tepic, Distrito Federal, Zacatecas, otros Estados y muchos, pero muchos centroamericanos. Los motivos se encontraron: La difícil situación de nuestro país, la peor de los sureños y una increíble red de traficantes. Operaban lo mismo desde Guatemala o Nicaragua como agencias de viajes, transportando a los indocumentados hasta el lugar que quisieran: Desde San Diego hasta Nueva York.
El “pollerismo” se convirtió en gran industria y abrió las puertas a la corrupción en México. Desgraciadamente también los ojos a ladrones. Esperan a los indocumentados en despoblado. Los roban y hasta los matan. Luego los “coyotes” se amafiaron con los narcotraficantes y utilizan desde niños hasta mujeres para transportar droga. Por eso creció la vigilancia. Así, del solitario vigilante manejando una camioneta en 1964 y arrastrando un riel, Estados Unidos armó un ejército de agentes utilizando los equipos más sofisticados. La alambrada con púas fue inservible para los mexicanos. La perforaron en su base y por allí pasaban los indocumentados. Luego inventaron otra en 1978 y tampoco les dio resultado. Armaron una con láminas utilizadas en la Guerra del Golfo Pérsico y nada. Ahora levantaron una doble barda encementada iluminada con luces más potentes que las de cualquier estadio. Así en la noche permite a los tripulantes de helicópteros ver el paso de los mexicanos, o captarlos con prismático especial si es que hay obscuridad.
Por eso el cruce se volvió más difícil en las zonas urbanas. “Polleros” y “pollos” tuvieron que irse a despoblado donde es terrible según la temporada. O mucho calor, o harto frío los matan. En agosto el Grupo de Apoyo a Migrantes California-Baja California colocó enormes mantas en los sitios más concurridos de Tijuana: 431 muertos. Saldo de la Operación Guardián. ¿Cuántos más? Y que conste, esa cifra fatal solamente en esta frontera.
En la barda internacional del lado mexicano y cercana a la playa de Tijuana instalaron una lista con los nombres de muchos muertos, pero también son numerosos los desconocidos. Sus cadáveres jamás fueron identificados. Y al no saber ni de dónde venían, los sepultaron en algún sitio que ni siquiera sus familiares saben. Muchos fueron asesinados. Accidentados cuando se volcaron los vehículos que los transportaban, fueron descubiertos y perseguidos. O por excesos policíacos.
Pero también hay una gran deportación. Los regresan por cientos y sin quinto. Llegan a Tijuana o Mexicali. Unos insisten regresar y lo hacen. Otros no. Se regresan a su tierra o se quedan en la frontera. Pero entonces o se suman al trabajo logrando una condición mejor comparada a donde estaban, o se convierten irremediablemente en delincuentes. A muchos los atrae, los absorbe el narcotráfico. Así, o terminan ricos o tres metros bajo tierra.
El 80 por ciento de los reos no son de Tijuana. La penitenciaría, con cupo para 800, rebasa los cinco mil y no es un centro de regeneración, es una escuela del crimen. En Tijuana no hay desempleo. Crece la industria. Los sueldos son mejores en la frontera que el resto del país, pero la tentación del dólar es tremenda. La demanda de vivienda es tal que Tijuana crece a una velocidad de una hectárea por día. Los presupuestos oficiales se agotan rápidamente. En cinco o diez años más nos quedaremos sin territorio disponible.
Pero también, si continúan llegando compatriotas en número igual que ahora para cruzar indocumentados, en cuatro o cinco años habrán muerto dos mil o más. En diez años, de cuatro mil a seis mil. Y si el ritmo sigue, será mayor el número que pasará por la penitenciaría. Muertos y reos no serán de Baja California, sino de Sinaloa y Guanajuato, de Jalisco y de Sonora, de Nayarit o de Guerrero, de Durango o de Michoacán, de Oaxaca o del Distrito Federal. Sobre todo, de Zacatecas.
Ahora, después de terremotos e inundaciones, vendrán más. Que Dios los ayude.
Escrito tomado de la colección “Dobleplana” de Jesús Blancornelas, publicado el 5 de enero de 2012.