James Carville es el autor de la frase “La economía, estúpido” con la que se forjó buena parte de la campaña que llevó a la Presidencia de los Estados Unidos a Bill Clinton en 1992. Como cabeza del cuarto de guerra del entonces Gobernador de Arkansas, Carville, el estratega, cambió la percepción del contexto social de políticos de oposición y población que entonces centraban el ánimo colectivo en el fin de dos guerras, y lo guió a la economía. Al menguado bolsillo de los norteamericanos. Clinton enfocó las baterías a la rees-tructuración financiera para beneficio de las masas y el resto es historia. Ganó esas elecciones y las siguientes.
En una analogía con la actual presidencia de México, Enrique Peña Nieto no tuvo un James Carville en su cuarto de guerra. Se concentró en campaña en la demagogia, que materializó en la firma de 266 compromisos para seis años de gobierno, de los cuales por cierto, y al tercer año, solo había cumplido 11%.
En la Presidencia, Peña Nieto no varió la dinámica. Se ha visto alejado de los problemas que agobian a la población y concentrado en las “reformas estructurales” para supuestamente, dinamizar la economía, promover la inversión y dar certeza jurídica a ciertos sectores. Ni el problema de inseguridad, ni el combate a la corrupción fueron en los tres primeros años del sexenio, el motor del gobierno priísta. Esos dos fenómenos de criminalidad e impunidad respecto al narcotráfico y el servicio público, aunados a un torpe avance en la materialización de las “reformas estructurales”, han llevado a los mexicanos a enfrentar pobreza, vulnerabilidad ante la inseguridad y ser víctimas de un sistema de gobierno que se auto-consume para el provecho propio y en detrimento de la sociedad.
El mensaje de campaña de Carville no tenía un destinatario identificado. No era el Presidente en funciones el estúpido que no entendía qué era la economía, tampoco era el electorado. Fue, mejor dicho, el acierto de Clinton. Eso que le ha faltado a Peña.
A tres años y medio de su sexenio, en junio de 2016, Peña cae en cuenta que es la corrupción. Y aunque decir que lo reconoció podría leerse como una exageración, por lo menos lo ha referido. Hace unos días, en la reu-nión del Consejo Mexicano de Negocios, el Presidente dio la razón a cientos de miles de mexicanos al cometer un acto de contrición y declarar que, en efecto, el combate a la corrupción es un pendiente. “No escapa, no es omiso ni es insensible ante lo que está en la demanda de la sociedad mexicana… es claro que hay un sentido social y una demanda entre la sociedad porque, a profundidad y a fondo, vayamos a combatir la corrupción”, dijo sobre su gobierno.
Igual y fueron los desastrosos resultados para el PRI en las elecciones del 5 de junio, cuando perdió 7 de 12 gubernaturas, o los casos en que se ha visto inmiscuido él, representantes de su partido, y de su círculo cercano, en sospechas de conflicto de intereses y comisión de actos de corrupción, son la causa de su impopularidad, pero el Presidente parece que entendió cuál es el problema que aqueja a los mexicanos. Es la corrupción, Presidente. Y en estos días Peña y su partido tienen la oportunidad de responderle a México con la elaboración de leyes para el Sistema Nacional Anticorrupción que den certeza a un verdadero combate a este vicio que ha estancado a este país. Cárcel para los corruptos, ciudadanización del sistema, publicidad de las declaraciones de los servidores públicos, tipificación de delitos y determinación de sanciones, facultades investigadoras y sancionadoras a la Auditoría Superior de la Federación, reformar el Código Penal para la tipificación y penalidad de actos de corrupción. Una Fiscalía Especializada en Delitos de Corrupción, con Ministerios Públicos, Investigadores y herramientas científicos, entre otros.
En un periodo extraordinario del 13 al 17 de junio en el Senado de la República, podrían elaborarse las leyes que sustentarán el Sistema Nacional Anticorrupción. Ahí, señor Presidente, puede incidir, como lo hizo para la aprobación de sus “reformas estructurales”, y sacar avante las leyes que promuevan el buen gobierno y obliguen a los funcionarios a rendir cuentas. A salir de la opacidad, y la corrupción.
Esta es su última oportunidad, Señor Presidente.