Por: Lydia Cacho
Tuvieron que pasar diez años desde que pasé esas veinte horas atrapada en un automóvil de la policía de Puebla para atreverme a escribir esta misiva. El tiempo no sana las heridas, simplemente transcurre, es la determinación de la víctima la que se impone en la tarea de asumir el riesgo de adentrarse en la oscuridad de sufrimiento causado por la tortura para, al fin, después de largas horas de terapia mirar la luz y saber que se ha despojado de ese pequeño y ponzoñoso miedo que habita la penumbra personal cuando los recuerdos se agolpan. El arma, los abusos, las amenazas, las condiciones para salvar la vida. Todas quedan indelebles en la memoria, la diferencia entre mantenerse víctima y transfigurar a sobreviviente radica en que al recontar la historia el sufrimiento no se apodera del corazón de quien narra su historia.
Cuando mis abogados me hicieron saber que usted, el comandante José Montaño Quiróz fue detenido en el aniversario de mi tortura ordenada por el ex gobernador de puebla Mario Marín, avalada por miembros de la cúpula del PRI nacional y en connivencia con la red de empresarios pedófilos, supe que comenzaría una nueva etapa del interminable viacrucis de toda víctima torturada por autoridades, ya sean policíacas o militares. Supe que habría de mirarle a los ojos nuevamente, cara a cara con el policía que disfrutó cumplir las órdenes de usar al aparato policíaco como instrumento de escarmiento. Me preparé para ello a sabiendas de que soy una entre miles de víctimas mexicanas que por primera vez experimentamos los primeros pasos de la aplicación del nuevo método de justicia penal procesal que implica salir del añejo sistema medieval inquisitorial y transformarse en acusatorio adversarial. Entendí las implicaciones de pertenecer a una generación de víctimas que forman parte de un nuevo experimento social que pretende expulsar la corrupción y el influyentismo en los juicios penales. Ese influyentismo que implicó hace años que la Suprema Corte de Justicia de la Nación se decantara por los derechos de los poderosos, red de tratantes de niñas y niños y de gobernadores blanqueadores de dinero.
Hay algo de iluso en la esperanza de que en cien años la justicia mexicana funcione mejor, porque nosotras nos atrevimos a retar a las instituciones, a forzar a los funcionarios a implementar y administrar justicia en lugar de orquestar impunidad a modo. Por eso después de esa primera vez que nos careamos, en que pude decirle lo que implicó en mi vida su crueldad y violencia a pesar de su sonrisa irónica, supe que no nos detendremos aunque pasen diez años más.
Hoy el Secretario de la Defensa Salvador Cienfuegos pidió perdón a una mujer víctima de tortura operada por dos militares y un policía federal. Frente a su batallón reconoció lo inaceptable de la tortura. Podrían parecer sólo palabras, pero son un logro ciudadano monumental porque el primer paso de la justicia es el reconocimiento de daño consumado. Ya le habrán informado sus abogados que esta semana la Suprema Corte admitió un amparo que interpusimos contra el daño psicológico que causan los careos a las víctimas de tortura. Mientras usted está en prisión con abogados pagados por los empresarios que le dieron órdenes de torturarme, yo estoy libre, trabajando, escribiendo, sana y salva de nuevo. Estoy segura de que ganaremos; la evidencia de tortura es irrefutable. Usted allá en prisión será con el tiempo parte de la historia que habrá demostrado que no saldrá impune la policía mexicana que torture y asesine a periodistas y activistas. Ustedes han tejido redes de impunidad, nosotras redes de justicia. Usted y yo sentaremos juntos un precedente jurisprudencial. Cada quien con la tarea que le corresponde. Yo ya lo he perdonado, no deseo su sentencia por sed de venganza, la deseo para que nadie, nunca más, pase por lo mismo que yo he pasado por darle voz a las y los otros; por decir la verdad, por ejercer la libertad de prensa y asumir la defensa de los derechos humanos, por saberme libre en un país donde los cobardes pretenden aniquilar las libertades.