Le decían El Águila y se llamaba Fernando Arias Navarro. Pero físicamente no era remedo del plumífero para justificar el apodo. Más bien me figuro que se lo endilgaron con doble sentido. Primero porque no tenía tan buena vista como esos animalitos. Bueno, en los pasillos de hotel a media luz, nunca atinaba donde terminaban. Se pegaba cada frentazo, pero le sobraba astucia. Nunca podían agarrarlo en sus maromas. Y si alguien las pegaba, nadie se le escapaba. Lueguito luego se veía: No tuvo muchos estudios. Pero sabía tanto como quien fue a las mejores escuelas. Por eso de la nada llegó a tener tanto dinero como pudo y quiso. Le entró al acarreo de materiales y construcción. Tal vez por tener tantos billetes buscó el poder y desde allí trepó velozmente a la influencia. Lo demás fue fácil. Seguramente transó para llegar a una regiduría tijuanense en 1965. A su lado había puros gallones de la política, pero no águilas como él para los negocios.
“A mí mis nicles” (cinco centavos de dólar). Así, con tan sencilla frase, ilustraba la importancia del dinero. Por eso fue y hasta el momento, único regidor que hizo negocio con las Fiestas Patrias. Propuso al Cabildo y logró la aprobación: Cobrar un dólar por cráneo a quienes asistieran a la ceremonia de El Grito y los festejos patrios. Construyó a punta de tablones jacales enormes. Improvisados cabarets. Música en vivo, cheve y trago. Había uno especial. Ni modo de ponerle El Águila, pero sí El Zorro, que por a’i andan. Los de afuera hacían cola para entrar y los de adentro no querían salir. Faltaba espacio y sobraban cervezas.
Luego a El Águila se le metió lo terco. Quiso ser diputado. Sabía bien. No ganaría la candidatura por su cara bonita, sino con dinero. Untándoselo al dedazo. Viajó a México. Se hospedó muy cerquita del Monumento a la Revolución. En el Palace. Aprovechó el viaje de la tropa política tijuanense para asistir a la convención nacional del PRI. Ese 1968 tomó posesión Don Alfonso Martínez Domínguez. Fue cuando lo conocí. Me lo presentó El Gordo Alfonso Guerrero González. Buen amigo. Navegaba en la política y el periodismo con harta habilidad. A veces no sabía en cuál de las dos albercas nadaba.
Luego de tomar posesión en el Teatro Ferrocarrilero, los colaboradores de Don Alfonso ocuparon las oficinas correspondientes. Entonces todos sabían. El hombre fuerte era Renaldo Guzmán Orozco. Doctor. Líder de la Confederación Nacional de Organizaciones Populares (CNOP). Este caballero hacía las veces de cernidor para candidaturas. Quien quisiera serlo, primero debía tratárselo al médico. Luego a Gobernación y punto. Así se arreglaban las cosas. Lo demás era ritual.
El Águila era cetemista pero cometió un pecado. En lugar de ir con Don Fidel, se le hizo más fácil caerle al doctor. Por eso fue a verlo en su despacho de la calle defeña Lucerna. Me pidió acompañarlo. Cuando salimos del hotel traía un maletín. Pensé: Seguro lleva allí un curriculum, fotos de actos políticos, recortes de periódicos, oficios de centrales obreras apoyándolo. Y naturalmente, alguna atenta carta solicitándole su venia para ser candidato.
Cuando llegamos al despacho de Don Renaldo sucedió la obligada antesala. Aquello era un fumadero. No había más ruido que el de los periódicos al doblarlos para seguirlos leyendo. Media hora después una secretaria guapérrima apareció: Peinado alto y morena. Blusa blanca de largos cuellos. Un collar enorme de perlas seguramente imitación. Cintura de abeja. Falda de tafeta roja, entalladita. Medias con su costura atrás. Y zapatos de tacón alto. “Señor Fernando Arias Navarro… favor de pasar, por favor”. Mi amigo se levantó. “Espérame aquí… no me tardo”. Por fortuna pudo ver la entrada. Estoy seguro que jamás a la belleza. Y como dice Luis Miguel: La puerta se cerró detrás de ti.
Pasaron 20 minutos, media hora. Cuando salió, ni siquiera me vio. Solamente dijo un apurado “vámonos”. Caminó rápidamente hacia la salida. Seguramente por su cortedad de vista debió parecerle la de un túnel. Lo alcancé tomándolo del brazo para decirle: “Oye, no la riegues, se te olvidó el maletín. Tu portafolio”. Su respuesta fue un “vamonossshhh” entre dientes. Insistí: “Lo dejaste allá adentro. El bonito. Ve por él o le digo a la secretaria que nos lo traiga”. Entonces los papeles se invirtieron. Pescó mi brazo para sacarme del edificio como policía a malandrín. Casi arrastrándome. La verdad. Me sorprendí.
Nos subimos al auto alquilado en el hotel. El chofer lo conocía y sabía: Era necesario abrirle la portezuela más por necesidad, no tanto cortesía. Los dos ocupamos el asiento trasero. No llevábamos ni media cuadra recorrida cuando me dijo en voz alta: “Pero qué güey eres. A quién se le ocurre”. Todavía le dije: “Es que dejaste el maletín”. Rápido me aclaró: “Pos ni modo que entrara con los billetes en las manos para que todos me vieran y se les pusiera en su escritorio”. Como quien dice, allí terminé por perder mi inocencia sobre los tratos políticos. Todavía le dije: “¿Así es que eran puros dólares?”. Rapidito reviró: “… y con unas lociones, pendejo”. Me pidió “nada más no le vayas a decir a nadie”. Luego se fue calmando. “Ojalá y la haga con este señor”. Hasta dijo que iría a la Basílica para pedírselo a la Virgencita.
Regresamos a Tijuana. Pasaron los días. Vinieron los destapes. El Águila no fue candidato. Un día lo vi preguntándole: “¿Qué pasó? ¿No tuvo efecto el maletín?”. Y haciendo gala de su apodo, simplemente respondió: “Y ni modo de reclamar, güey ¡no me dio recibo!”. Lo recuerdo ahora con las famosas videograbaciones a perredistas. Maniobras de parvulitos comparadas con las del PRI antiguo. Y nada más como simple aclaración, tal episodio es verídico. Lo publiqué en la página 72 de mi libro Pasaste a mi Lado (1996), editado por CONACULTA/Centro Cultural Tijuana. Solamente le hice algunas modificaciones.
Tomado de la colección Dobleplana de Jesús Blancornerlas, publicado el 7 de julio de 2006.