No se alcanza a entender lo que dice, pero Gabriel se acerca a paso lento. Es un hombre moreno, rostro delgado con bigote ligero y bajito de estatura. Viste pantalón de mezclilla, una camisa rosa, botas negras y un sombrero claro que cae a la altura de sus cejas. Un cuerno de chivo cuelga de su cuello en forma de collar. “¿Ahí están todavía las veladoras? Yo las puse para mi niño”, dice mientras saluda de mano. Gabriel no es el padre del niño Rodolfo, pero convivía mucho con él, también con Doña Mary su madre, y con sus otros dos hermanos. Dice que el menor la pagó sin deberla porque en realidad, el ajuste era con el papá, al que identifica con el mismo nombre y ubica como criminal, alguna vez preso por el delito de robo de vehículo. “Le voy a decir, cuando el señor estaba en -la cárcel de- El Hongo, Doña Mary fue a hablar con los patrones para que lo sacaran. Así fue como empecé a saber yo de eso”, confiesa con un acento que hace pensar que Gabriel tuvo su historia en Estados Unidos, y un aliento que se entiende por la botella de licor que carga en la bolsa del pantalón. Corona del Mar En una meseta que debe pasar los 2 mil metros de perímetro y desde la cual no se ve otro lugar más alto, yace la colonia Corona del Mar. Está dentro -en uno de los cerros- de la delegación Playas de Tijuana, y de no ser por el recién inaugurado Segundo Acceso a Playas, sería otro asentamiento invisible de la ciudad. La urbanización de la obra termina exactamente donde Corona del Mar inicia. Para entrar desde ese punto, incluso es necesario subir una banqueta por la inexistencia de un acceso vehicular. Lo que sigue son caminos terregosos que, agresivos, sacuden las suspensiones de los vehículos, calles que se han ido formando a través de terrenos baldíos y casas habitadas a medio terminar. Es prácticamente imposible encontrar antecedentes de la colonia, no hay menciones en los medios de comunicación, o señal de que algún programa de gobierno ahí se haya aterrizado; de esos que buscan dotar de servicios públicos, repartir despensas, entregar cheques o rescatar a menores para que no sean víctimas de la delincuencia. Se supone -no hay señalamiento que lo asegure- que la casa en que vivía el joven de 15 años, Rodolfo Carrillo Rangel, está en la intersección de la calle Mar Capio y Del Rio, a lado de una iglesia cristiana que abre todos los días a las siete de la noche. La vivienda en realidad es solo obra negra. La fogata del lunes Con Rodolfito, también cayó muerto otro hombre que trabajaba de velador en una casa cercana. Entre 45 y 50 años le calculan. Lo cuenta un sujeto que se identifica como Joaquín, quien afirma, estuvo minutos antes del homicidio. La noche del lunes 30 de noviembre, al calor de una fogata, Rodolfo convivía -con estos dos hombres- también con sus dos hermanos menores. Doña Mary, su madre, había salido a divertirse. Joaquín fue a comprar dos botellas de -alcohol- Tonaya, “y aquí derechito dando la vuelta, cuando iba de regreso, escuché los disparos, vi a los niños correr y yo me metí a una casa acá atrás”. Habían sido por lo menos dos detonaciones con calibre .380 y cuatro con 9 milímetros, que entraron por rostros, cuellos y espaldas. Según el reporte ministerial, de la bolsa del pants que vestía Rodolfo, se asomaba un estuche de los dulces mentolados Altoids con polvo de mariguana en su interior; también le encontraron hojas de papel arroz. Como loca A diferencia de sus dos hermanos, de los que no hay registro ni en la Procuraduría General de Justicia del Estado ni en la Procuraduría para la Defensa del Menor, Rodolfo no iba a la escuela. Pasaba los días buscando y haciendo trabajos breves, que Joaquín no puede explicar con exactitud. Su familia era conocida por pedir dinero a los vecinos, pero también por las reuniones que se hacían en su casa, en las que aceptan -los que platicaron con ZETA-, la droga no era algo extraño. De tan adicta, Doña Mary ya pasaba días sin comer, dice Gabriel, y el día en que se llevaron muerto a su hijo alcanzó a llegar, para ser alejada “como si estuviera loca”.