El domingo 16 de agosto, al mediodía, Francisco Vega de Lamadrid baja de una camioneta blindada de la mano de su esposa. Su hijastro y varios escoltas lo secundan al edificio del Partido Acción Nacional en Tijuana, cerca del terreno de su propiedad donde se terminan de construir y vender los condominios San Carlos II. Ese día y en ese lugar se daban las votaciones para elegir -hoy se sabe vencedor Ricardo Anaya– al próximo dirigente nacional del partido. Kiko sube las escaleras, se dirige al salón donde se instalaron las mesas votación. Al filo del último escalón, en posición de firmes, el dirigente municipal Raúl Felipe Luévano -a quien el partido seguramente premiará su obediencia con una diputación local o con la dirigencia en el Estado- lo recibe. Sonriente, Luévano le estira la mano y el mandatario, cortante, le regala una apretadita de dedos. El gobernador pasa a bañarse de pueblo. Saluda a doñas, abraza a los bigotes panistas y se deja querer. Antonio Valladolid, su secretario de Finanzas, deambula por el caluroso sitio y se acerca. Igual, muy sonriente, le busca la cara, le sigue los pasos para provocar el nada casual encuentro. El de Finanzas espera a que Kiko se desocupe. A esa hora ya trae varios besos plantados en el cachete. Finalmente, Valladolid lo acorrala. El jefe tiene que salir por lado de una mesa y ahí está parado su empleado. Se acerca y le estira la mano. “¡Gobernador!”, le dice. Fotógrafos piden una imagen, Vega no les da. Si el saludo a Luévano fue pequeño, el del góber a Valladolid fue ridículo. Una palmadilla en la espalda y lo pasa de largo. Sin foto, sin abrazo, sin espaldarazo, el desilusionado se retira del lugar… a ahogar sus penas.