Alfonso Bustamante Labastida es de esos hombres que de abajo llegaron hasta arriba. Se hizo de una pequeña distribuidora de gas en Tijuana, de poco fuste, al final de los años cuarenta. Años sudó y con su sacrificio la convirtió en el imperio que nadie pensó existiría en el noroeste del país. El señor Bustamante se partió el alma trayendo del otro lado a Tijuana, en un camioncito, los cilindros para revenderlos. Luego, fueron camionzotes; al paso del tiempo, tráilers. Acabaron siendo vagones y vagones de ferrocarril. Nadie más vendía gas. Primero en Tijuana, luego en Mexicali; le siguió con todo Baja California y parte de Sonora. Con mucha razón, se decía que don Alfonso era el único en Baja California que cada día, cuando todavía no despertaba, ya estaba ganando dinero. Es que a esas horas ya estaban prendidas las estufas de muchas casas, consumiendo el gas que Bustamante, y ningún otro, les vendía. Por eso, el poder económico del señor Bustamante le sirvió para tener peso político. A don Manuel Quiroz Labastida, su tío, lo encaramó en la presidencia municipal de Tijuana. Para entonces, ya tenía el nombre, el dinero y la influencia para que el entonces presidente de la República, Adolfo Ruiz Cortines, le aceptara la petición de la alcaldía. Tijuana fue, desde 1953 hasta 1986, ciudad de la que decidían quién sería su alcalde, el secretario de Gobernación o el presidente de la República, personalmente. Además, no fue ningún secreto que don Adolfo Villegas, empleado de don Alfonso en Mexicali, fue, por esa razón y no por méritos políticos, tesorero general en el gobierno de Braulio Maldonado. La influencia y el dinero del señor Bustamante se metieron en todos los gobiernos, hasta que el PRI perdió el poder; la única excepción: el sexenio miltonista. No hubo campaña política sin su marca y sin sus dineros; fueron pocos los políticos que no se lo pidieron. A unos se los dio dólar sobre dólar, porque pesos no le gustó nunca manejar. A otros, en los que no confiaba mucho, les firmaba como aval letras de cambio para financiar campañas, pero que los candidatos pagarían cuando se volvieran funcionarios. Don Alfonso tuvo dos tropiezos: Uno por culpa del impertinente Roberto de la Madrid, cuando fue gobernador. Por andar de presumido que todo lo podía, lo envolvió Roberto en un lío de impuestos en Estados Unidos, que se agrandó a escándalo periodístico al terminar los años setenta. Luego, el propio ex gobernador cacareó más que una gallina la millonaria benevolencia fiscal para don Alfonso, que sólo fue arrimarle el cerillo prendido a la llave abierta del gas: prendió y quemó la piel sensible de los desposeídos bajacalifornianos. El otro tropiezo fue cuando Milton Castellanos Everardo estuvo en el poder y éste no aceptó ninguna relación con Bustamante. Por el contrario, fiscalmente se “apretaron las tuercas”; se repitió la práctica durante el gobierno sustituto de Óscar Baylón Chacón, incondicional de Milton. Lo atosigaron con auditoría como a nadie. Pero don Alfonso, al contrario de otros empresarios, no litigó sus asuntos en la prensa; simple y sencillamente, aguantó cuando no pudo arreglarlos a su manera, o, si fue el caso, los solucionó como es la costumbre: con dinero. Así, en los momentos difíciles que vivió este hombre, cuando el poder político escaseó, le sobró el económico. En ocasiones lo demostró pero no lo festinó; casi no se supo, más allá de restringidos límites, dónde se manejaron los millones de pesos y de dólares. Como aquella ocasión en que el empresario mexicalense Mario Hernández Maytorena y su grupo decidieron enfrentarse, más por capricho personal que por conveniencia empresarial, a Bustamante: utilizaron poder económico y político para crear una distribuidora de gas capaz de competirle y sacarlo del mercado. Pero no pudieron. Los mexicalenses litigaron en la prensa de allá; hicieron ruido y hasta provocaron la formación de un sindicato en las empresa de Bustamante, con todo y que jamás tuvo uno. Se conchabaron primero a don Octaviano Campos Salas y luego a Carlos Torres Manzo, secretarios que fueron de Industria y Comercio con Luis Echeverría. Pero don Alfonso suplió con efectividad el ruido. Llegó hasta el Presidente de la República y, seguramente, le costó mucho dinero, pero no se autorizó otra gasera. Cuando su edad avanzó, hizo lo que nunca nadie pensó: vendió gran parte del paquete accionario de la gasera a la familia Zaragoza de Chihuahua. Pero se quedó con un gran activo: los muchos y muchos terrenos que compró al paso de los años. Luego, los negocios paralelos que creó, los dejó en manos de sus hijos; sin embargo, no se dedicaron como su padre. Alfonso hijo quiso la postulación como presidente municipal en dos ocasiones y no pudo. Otro, Carlos, aspiró a la candidatura para gobernador y no la alcanzó. Caminaron al contrario que su padre: él fue poderoso controlando la política y sin participar en ella. Ellos participaron en política sin la influencia y el respeto que los políticos tuvieron por su padre. Un poder que, así como fue creado de la nada, va camino a la nada. El poder de los Bustamante no acabó siendo tan dramático como el de Miguel Calette Anaya: un despabilado y astuto cantinero que fue en uno de esos burdeles que hace muchos años etiquetaron a Tijuana como el más grande del mundo. Cuando menos lo esperaban sus amigos, ya era dueño del lugar; y empezó a vestir bien: se hizo masón y se codeó con los empresarios. Dejó los congales y el licor para instalar una pequeña fábrica de pintura; se les coló a los funcionarios del Distrito Federal y logró que no se permitiera importar pintura, y así como don Alfonso con el gas, Calette con la pintura: todos tenían que comprársela. El suyo fue un negocio que también se convirtió en imperio. Con dinero logró una diputación. Con dinero quiso ser gobernador y estuvo a punto, pero la política se cotizó más que sus billetes. Como con Bustamante, no hubo campaña política que no tuviera su cheque; por eso, tuvo influencia y colocó a quien quiso en ayuntamientos, legislaturas y gobiernos. Y muerto este señor, sus herederos se acabaron el dinero, perdieron la influencia y cayeron en desgracia. Poder y dinero se fueron. Dobleplana publicada el 20 de enero de 2011.