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miércoles, octubre 16, 2024
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Políticos intocables

El 8 junio de 2014, con información de la Comisión de Vigilancia de la Auditoría Superior de la Federación, el periódico La Jornada expuso la poca importancia que tiene en la vida real, el hecho que el auditor superior detecte que un funcionario robe o malverse miles o millones de pesos del erario. En aquel momento, la publicación recordó que la ASF había informado que por la auditoría de 2011 presentaría 134 denuncias, 137 por la de 2012. Pero de esas  271 acusaciones anunciadas, a junio de 2014 solo se habían presentado cinco penales, y el resultado seguía pendiente, lo que marca para la Auditoría Superior de la Federación, una efectividad del 1.84 por ciento, pero solo en la promoción de recursos judiciales. Siguiendo el ejemplo anterior, resultaría que de las 147 denuncias que la Auditoría Superior de la Federación anunció el mes pasado por la revisión de las cuentas 2013, en el mejor de los casos se podría esperar que para 2016 se hayan presentado 3.4 denuncias. Y los bajacalifornianos tendríamos mucha, pero muchísima suerte, si alguna de esas denuncias fuera para sancionar a los funcionarios que han malversado fondos en este estado. O mínimo se promoviera en su contra alguna sanción administrativa. Por mencionar algunos que resultaron reprobados en la auditoría 2013,  los ex secretarios de Seguridad Pública Municipal, Alberto Capella (Tijuana), Francisco Castro (Rosarito), Florencio Cuevas (Ensenada) y Juan Bartolomé (Tecate), quienes en conjunto no justificaron el destino de 122 millones de pesos. Según la auditoría, contrataron consultores que no pertenecían al giro de la seguridad, entregaron contratos en adjudicación directa sin justificación, compras con sobreprecio  no autorizadas, se “compraron” equipos que no fueron localizados, pagos con destino desconocido, o compras sin registro de proveedores. O los funcionarios que usaron irregularmente los fondos de Infraestructura Social de los Municipios. Solo en Tijuana se gastaron anormalmente 13 millones de pesos, de un total de 79 millones de pesos. Además, se debería investigar, en justicia, a los alcaldes y los síndicos que debieron vigilar que ese dinero público se invirtiera correctamente, y no lo hicieron. Por omisión, por complicidad o por ignorancia. A la fecha, los bajacalifornianos no sabemos qué destino judicial tienen los funcionarios que facilitaron la irregular y millonaria compra de luminarias deficientes, también en tiempos del alcalde Carlos Bustamante en Tijuana. Tampoco qué hay de las irregularidades en el otorgamiento del contrato de la calle Segunda, o el fraude en la instalación del elevador para discapacitados en el edificio del gobierno municipal en Tijuana. No se conoce algo de las indebidas asignaciones directas de contratos de obras a sus amigos, hechas por el ex alcalde de Tecate, Javier Urbalejo; o de los 934 millones de pesos en daños presuntamente causados al erario de Mexicali por el ex munícipe Francisco Pérez Tejada; y las varias denuncias, irregularidades administrativas y favorecimientos ilícitos perpetrados en Ensenada por su anterior alcalde, Enrique Pelayo. Menos hubo reacciones en el caso del licenciado Francisco Rubio, quien fuera representante legal en Baja California del buscado narcotraficante Juan José Esparragoza “El Azul”, y a quien el gobierno estatal favoreció con el proyecto de la Terminal Intermodal en Tijuana. Además de estos casos locales, es inevitable reiterar la necesidad de aclarar las presumibles ilegalidades en la entrega que hizo la constructora Higa de una casa de lujo a la primera dama del país, Angélica Rivera; las condiciones en que otro inmueble de la favorecida constructora de los gobiernos peñistas, fue usada como casa de campaña en la elección presidencial de 2012; o la residencia que les adquirió el secretario de Hacienda, Luis Videgaray, con ventajas financieras que ningún banco concede a comprador alguno. De lo anterior se resume que no importa si es un medio de comunicación  dedicado al periodismo de investigación, o el máximo organismo oficial encargado de fiscalizar el uso de recursos públicos,  quien expone las irregularidades de los funcionarios que se favorecieron con acciones corruptas, éstos siempre salen ilesos. Sean municipales, estatales o federales, los políticos sucios y abusivos, al igual que sus cómplices en la iniciativa privada, no reciben sanción alguna por aprovecharse y beneficiarse -o a sus amigos y familiares- con el dinero de todos los mexicanos. Cuando mucho, durante un breve tiempo son exhibidos junto a su corrupción, después que las ilegalidades cometidas y solapadas desde los diferentes gobiernos son reveladas, pero ahí queda, ni siquiera son sancionados administrativamente, mínimo inhabilitados por algunos años para evitar que vuelvan a aprovecharse de los dineros públicos. Total impunidad para que tranquilamente puedan ir un puesto tras otro, e incluso ser candidatos y premiarlos con cargos públicos. Probablemente a esto se refería en agosto de 2014 el licenciado Enrique Peña Nieto en el programa “Conversaciones a Fondo” con varios periodistas, cuando dijo que en México la corrupción era cultural, después de todo, los mexicanos tenemos claro que en este caso, el Presidente sabía perfectamente de lo que estaba hablando. En este marco, el que el primer mandatario mexicano reconociera esta semana en su gira por Inglaterra que México estaba plagado de desconfianza, no hace más que publicitar lo obvio. Entonces, sería iluso echar las campanas al vuelo por la reciente aprobación en la Cámara de Diputados- falta el Senado- de la reforma a 14 artículos constitucionales para crear el Sistema Nacional Anticorrupción, porque ni son las primeras leyes que se aprueban para combatir las corruptelas de los políticos intocables, ni el Comité Coordinador Anticorrupción es la primera instancia creada para vigilarlos y “combatirlos”, hasta ahora sin éxito. Lo que urge en cada rincón de México en materia anticorrupción, son menos palabras y más acciones, pero de esas que terminan en encarcelamiento, mínimo inhabilitaciones, y muy importante: en la recuperación del recurso público sustraído o malversado.

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