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miércoles, octubre 16, 2024
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Ayotzinapa, una escuela en medio de la nada

Ayotzinapa, Guerrero.- Un camino terregoso lleva a Ayotzinapa, polvoriento y retorcido. Aquel lugar no es una ciudad ni un pueblo, ni tiene gobierno ni Policía, y la noche del 26 de septiembre de 2014, dejó de ser una escuela. Un kilómetro une a Ayotzinapa con la carretera que lleva de Chilpancingo, la capital de Guerrero a Tixtla, un pequeño municipio de apenas 20 mil habitantes. Tan pequeño que su población total no alcanzaría ni para llenar un cuarto del Estadio Olímpico Universitario en la Ciudad de México. El camino queda entre barrancas e imponentes árboles, casas más que solas y tierras de cultivo. Solo un arco de color adobe con letras blancas, anuncian lo que queda de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” y un escudo en el centro. Ayotzinapa es el sitio de remembranza de los 43 normalistas desaparecidos. Ayotzinapa es la localidad donde alguna vez respiró la Escuela Normal. Fuera de eso, se puede decir que aquí ya no queda nada. Mucho antes de llegar a la Normal, a lo largo de la carretera, sus rostros aparecen en mantas, algunas firmadas por sus padres y compañeros, otras por el gobierno, unas culpan al Estado y otras ofrecen -en nombre del gobierno de Guerrero- un millón de pesos por información que lleven a su paradero. Detrás de un portón negro, sobre el cual descansan dos tortugas verdes en manera vertical, se asoma la Normal. Su fachada conserva el estilo de una hacienda; siete hectáreas fueron donadas para que el maestro Raúl Isidro Burgos construyera salones de clase en la década de los treinta. Los pasillos narran con murales el enfrentamiento histórico entre estudiantes y gobierno. En las partes altas descansan las escenas de asesinatos, desapariciones en los setenta y ochenta, la persecución del priato. Libros consumidos por el fuego frente a perros negros con el hocico abierto y los dientes de fuera. Al centro de la explanada superior, el monumento del guerrillero Lucio Cabañas, egresado de Ayotzinapa. Los primeros salones a la vista, cerrados con candados y cadenas. Algunas ventanas dejan entrever que al interior se han apilado mesabancos casi hasta el techo para hacer espacio a costales de granos, pasta y comida. Son bodegas improvisadas.  Ayotzinapa dejó de ser una escuela. Desde la desaparición de 43 de sus estudiantes, se interrumpieron las clases. Se convirtió en centro de alojamiento para decenas de padres, familiares, amigos, universitarios y ciudadanos, quienes exigen la aparición con vida de los jóvenes. Ahí están los familiares dolidos En la cancha de basquetbol, se ha instalado un campamento, temporal de inicio y ahora permanente. Familiares de los normalistas y miembros del Movimiento por Ayotzinapa, pasan el día entre sofás y mesas replegables. Unas minas de gas alimentan la cocina comunitaria, atendida por mujeres y jóvenes que toman turnos para preparar los alimentos y lavar los trastes. A sus espaldas, un librero marca el inicio de la zona de lectura. Ni alimentos ni bebidas, separa una cartulina. Son 43 mesabancos de color naranja, cada uno con la fotografía de un estudiante, en los cuales se concentran las miradas, están colocados detrás de un altar con figuras de santos y veladoras, así como de un árbol de Navidad decorado con cartas para los normalistas, debajo de sus fotos. Es el espacio en que familiares cuidan de quienes fueron secuestrados la noche del 26 de septiembre. Sacuden el polvo de los mesabancos a diario, dejan manteles tejidos a mano y los niños dibujan que extrañan a los suyos. Los hijos que nunca vio “Aquí nos la pasamos diario”, sonríe Anayeli Guerrero de la Cruz. Sus dedos desenredan una bola de estambre rosa con blanco. Es hermana de Jhosivani Guerrero de la Cruz, quien este domingo 15 de febrero, cumplirá 20 años. La mujer de rostro amable, teje un gorro para su sobrina recién nacida. Un día antes, el 5 de febrero, mientras marchaba junto a su familia de Chilpancingo a Ayotzinapa, en una de las movilizaciones para exigir la presentación con vida de su hermano y de sus 42 compañeros, su hermana inició labor de parto. “Embarazada, ella estaba aquí en el campamento, pero ayer fue a checarse al Hospital de la Madre y el Niño y ahí la tuvo”, cuenta sin despegar la mirada de su tejido. La familia de Jhosivani es una de las más numerosas dentro del campamento. Martina, su mamá, dio a luz a siete hijos, Jhosivani es el menor de ellos. El segundo más joven fue asesinado hace seis años en Estados Unidos. Los cinco hermanos restantes se trasladaron a Ayotzinapa desde octubre. Uno de ellos sostiene a su hija de cinco meses, la que nació dos semanas antes de que Jhosivani fuese secuestrado por la Policía Municipal de Iguala, Guerrero. “Él se regresó de Texas, allá estaba, pero llegó apoyándonos en las búsquedas y marchas”. Es el segundo día de actividades de la Convención Nacional Popular dentro de la Normal de Ayotzinapa. Familiares de los jóvenes desaparecidos, profesores, activistas y organizaciones sindicales, proponen, discuten y acuerdan el plan de trabajo que presentarán como resultado de sus mesas de trabajo. Son las cinco de la tarde del viernes 6 de febrero y solo algunos permanecen en el campamento. Anayeli, junto a su esposo y tres hijas, espera a que Margarito, su padre, salga de las reuniones. “Nos dijeron que mañana tenemos que estar a las cuatro de la mañana en el camión para salir a la Ciudad de México”. Al día siguiente, sábado 7 de febrero, los padres y familiares de los 43 normalistas se reunirán con el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) en el Distrito Federal. Los peritos que participaron en la identificación de restos óseos en el basurero de Cocula, informarán a los padres una serie de irregularidades que detectaron en la “verdad histórica” con que la Procuraduría General de la República (PGR) explicó el secuestro, asesinato e incineración de los normalistas. “¿Qué no ellos habían dicho que venían para acá cuando tuvieran noticias?”, pregunta una de las mujeres en el campamento. Anayeli encoge los hombros y sigue tejiendo. La familia Guerrero de la Cruz vive en Omeapa, Guerrero, de donde tres jóvenes más de los 43 normalistas son originarios. Omeapa es uno de los poblados pertenecientes a Tixtla. Muy cerca de Ayotzinapa. Por eso, los padres y cinco hermanos -a veces con parejas e hijos- de Jhosivani acuden diariamente al campamento. “Uno tiene su vida en la casa. Tenemos puercos y en los días que tenemos que salir, los animales no comen”, explica Anayeli, mientras deshace el último nudo del tejido sobre su rodilla. “Nuestra vida ha cambiado bastante, ya es más difícil”, dice mientras dos de sus hijas cargan y pasean a su mascota, un cachorro de color beige. La mayoría de los días en el campamento, Anayeli se dedica a cocinar o esperar a que surja alguna actividad, como marchas, movilizaciones o conferencias de prensa en la Ciudad de México. Han pasado 133 días desde que en un viernes, como éste, Jhosivani salió de Ayotzinapa. Su hermana guarda una fotografía de él en su celular. No es la que ha recorrido el mundo para informar de su desaparición, tomada en el ingreso a la Normal, en blanco y negro. En esta otra, aparece con un sombrero, montado en un caballo y frente a él, una niña de no más de cuatro años. Tampoco sonríe, ni ve a la cámara. Anayeli recuerda cómo su hermano se encargaba de “las vaquitas, les iba a dar agua después de la escuela”. También vendía contenedores de agua Rotoplas para ayudar con los gastos de su casa.    Su familia lo espera en el campamento. “Le falta un macizo al gorro”, comenta Anayeli, y lo deshace, otra vez. En vela Una tras otra, alrededor de la cancha, cuelgan mantas de apoyo a Ayotzinapa. Asociaciones y escuelas se han unido a la exigencia de la presentación con vida de los normalistas. Se repiten las imágenes de la matanza en Iguala, Guerrero, de su ex alcalde José Luis Abarca, de su esposa María de los Ángeles Pineda y del Presidente de la República, Enrique Peña Nieto. Hay dibujos hechos por niños que con cuerpos caídos, policías, soldados y sangre explican lo que entienden ocurrió con sus familiares. Ganchos para la ropa, los sostienen en mecates debajo de las mantas. Los salones ya no se usan para las clases. Los mesabancos fueron sacados de ahí y agrupados en montones alrededor de la escuela. En su lugar, hay colchones para quienes han hecho de la Normal, su hogar desde hace 19 semanas. De las ventanas y barandales, cuelgan toallas o ropa. Los nuevos inquilinos son familiares, aquellos que viajan desde localidades lejanas. Otros son activistas, o bien, estudiantes universitarios, quienes conviven con los normalistas e imparten talleres artísticos. “Les gusta tomarse fotos en el mural del Che Guevara”, dice “Hulkencio”, como es apodado un estudiante y señala a la reportera uno de los murales más altos de la escuela, donde fue dibujado el líder de la Revolución Cubana. Frente a los dormitorios de segundo año, unas varillas oxidadas quedaron a la intemperie, rodeadas de pequeñas montañas de arena. La construcción quedó suspendida desde la noche del 26 de septiembre de 2014, como el resto de la Normal. Los 520 alumnos de los cuatro años, así como la planta de maestros y administrativos, están en paro de labores desde entonces. Días antes del recorrido realizado por ZETA, se presentó un grupo de 43 estudiantes para solicitar el ingreso a la Normal y ocupar los espacios disponibles,  pero todavía no se les ha dado respuesta. Sin clases ni prácticas escolares, los estudiantes pasan el tiempo leyendo, acostados en sus literas, jugando basquetbol o como en ese día, compartiendo una lata de cerveza. La cancha de futbol, está ocupada con camiones de pasajeros. Dos choferes que montan guardias, saludan a los muchachos. Y es que la Normal firmó un convenio con la línea de autobuses Estrella de Oro, poco después de lo ocurrido en Iguala, para brindarles servicio. Eso incluye a los conductores. En la amplia cancha, sin césped, descansan también pipas y algunos otros vehículos tomados por los alumnos en protestas y marchas. “No teníamos qué dar de comer a todas las personas que llegaban, entonces tomamos los camiones repartidores para conseguir comida”, explica uno de los normalistas. La consigna es estar presentes en caso de movilizaciones o cuando los padres nos necesiten, comparten los estudiantes. Por cada año escolar, hay un edificio de dormitorios. A excepción de “las cavernas”, como llaman al edificio destinado a alumnos de primer año, las construcciones de bloque y dos pisos, se encuentran en la parte posterior de la Normal. Generalmente, una habitación con dos literas es compartida por cuatro alumnos. En el pasillo central, se encuentran baños y regaderas. No es común que un medio de comunicación llegué más allá de la cancha, más raro aún es llegar a las habitaciones, le explican a la reportera que recorrió los dormitorios de segundo y tercer año.    Otras áreas como la alberca, la biblioteca y el centro de cómputo, se encuentran inhabilitados. Solo los clubes de rondallas y danza continúan sus actividades.   Este semestre, el Comité de Estudiantes acordó con los maestros la asignación de calificaciones. No habrá clases, pero los alumnos no perderán un periodo de estudios.   Sin embargo, algunos normalistas lamentan la pérdida de actividades escolares. Un ejemplo: los alumnos de segundo año son enviados una o dos semanas a realizar estancias en escuelas primarias rurales. Observan a los maestros en clase, diseñan planes de estudio e imparten algunas materias. Es el primer acercamiento a sus futuras profesiones. Sí, se aburren, confiesan algunos. Los que viven en las comunidades más próximas, van y regresan a sus hogares. El resto, no tiene esa opción. Claro que les gustaría que la Normal regresara a ser lo que era cuando apenas ingresaron, pero saben que así se tejen los sacrificios, grandes o pequeños, que mantienen vivo al Movimiento. Porque regresar a la normalidad, significa para muchos, olvidarse de sus 43 desaparecidos. 

Autor(a)

Redacción Zeta
Redacción Zeta
Redacción de www.zetatijuana.com
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