Estaban en Medellín, Colombia. No tenían nada por hacer ese día. Casi igual desde cuando, poco antes, se conocieron. De casualidad, llegaron a una colina. La carretera pegadita al lomerío. Lleno de zacatal y bien crecido gracias al clima. Muchos pedruscos. Dificultoso para bajar a zancadas. Menos resbalándose o en patasdehule. Desde ahí admiraron el inmenso caserío y edificios. Casi todo construido con puro ladrillo, muy de Colombia. A sus pies, un letrero chaparro, enmaderado, mal hecho y peor pintado: “Se prohíbe tirar cadáveres”. Así aparece en “La Virgen de los Sicarios”, película que fue el primero libro de Fernando Vallejo. Escribió su propia historia, de cómo regresa a Colombia 30 años después. Se topa con todo cambiado. El narcotráfico abunda hasta simpar festejo. Hermosos juegos pirotécnicos en las noches y muy seguido, señal de que los paisanos metieron droga por toneladas a Estados Unidos. También le estremeció saber: la mafia estaba asesinando a muchos hombres y casi niños. Fernando Vallejo estaba asombrado. En medio de aquello, apareció un antiguo amigo. Lo llevó a una casona, ahí fue recibido con el regalo que más le gusta. Un muchachito de 15, 16 años: Alexis. En ese momento el novelista, homosexual, quedó maravillado. Después de su encuentro apasionado, le gustó tanto como para llevárselo a vivir con él. Poco a poco descubrió: su angelical amor era un demonio. Se fajaba la pistola con tanta naturalidad como se ponía su cachucha. Mataba por encargo o capricho, se ve en la película. Se ve cuando asesina a un taxista nada más porque sintonizó su radio a todo volumen. Otra vez iba en la calle con el escritor, reconoció por la espalda a cierto joven. Corrió para rebasarlo, se le puso enfrente. Disparó a la cara para matarlo. El escuincle correteó entre el gentío para escapar. Después explicó por qué lo tiroteó. Todas las noches, el desafortunado tocaba la batería ruidosamente en su departamento. Calle de por medio con el que habitaba Alexis con su amante. A este señor le molestaba la tamborileada. No podía dormir, por eso lo ejecutó. En otra ocasión mató a dos jóvenes. Se le acercaron velozmente en una motocicleta, el de atrás disparándole. Querían ejecutarlo y fue al revés. En esos casos, empleados forenses llegaban hasta donde el desafortunado inerte y sangrante. Se lo llevaban al depósito de cadáveres. La famosa morgue. Pero no sucedía cuando los ajusticiamientos eran luego de secuestro o tortura. Tiraban los cadáveres en aquel lomerío, visitado casualmente por escritor y sicario. Precisamente donde estaba el letrero de la prohibición. Esto de las ejecuciones jamás sucedía en Mexicali, hasta cuando de pronto aparecieron. La histórica tranquilidad fue rota por los perversos mafiosos, hombres tiroteados y sólo sus cenizas quedaron. Luego hasta ejecuciones en avenidas, calles y estacionamientos de centros comerciales notables. Otros como en Colombia: tirados entre los surcos ejidales y el mosquerío, a orillas de la carretera. Varias ocasiones, cuerpos flotando en canales de riego. En Tijuana acostumbraban encobijar o “enteipar” ejecutados. Los tiraban en solares. Calles de humildes colonias. Avenidas. Colinas de fraccionamientos elegantes. Luego por gusto o facilidad, utilizaron afueras en San Antonio de los Buenos, camino a Rosarito. A cada rato. Luego otro despoblado cercano al nuevo hospital del Seguro Social. Y mucho en esa zona popularmente conocida como Remosa. A veces abandonaban los cadáveres encajuelados. Autos robados y estacionados en la Zona Río Tijuana o cualquier calle. Otros quedaban al descubierto, saliendo de casa o entrando. A pie o cuando manejaban su carro. Ahora parece que fue ayer. Últimamente, jóvenes en mayoría son las víctimas. Parte notable de familias pudientes, los matan cerca o entrando a su residencia. Abandonan sus cuerpos en colinas, frente a comercios en populosas zonas. Da la impresión de que vuelve el tiempo de “narcojuniors” Como en los años '96, '97 y '98, cuando fueron los más estremecedores. Entonces la fama de sicario significaba a un joven: Fabián Martínez “El Tiburón”. Era favorito del Cártel Arellano Félix. Real o fantasiosamente, se la adjudicaron muchos crímenes. Terminó suicidándose en Zapopan, Jalisco. La Policía lo acorraló sin saber quién era. Solamente que había matado a un sinaloense minutos antes. Por cierto, en el estacionamiento de moderno centro comercial. Ni siquiera identificaron su cadáver de inmediato. En sus tiempos, “El Tiburón” vivía en Tijuana y se la pasaba en San Diego. También “El Cholo”