A mis abuelitos maternos no les fallaba ir cada domingo al “Cine Azteca”. El frontis parecía una pirámide. Tenía a los lados ventanas redondas de gruesos vidrios verdes. Sobresalían de la pared. Un balcón de lado a lado, donde por cierto alguna vez de 1952 vi a don Adolfo Ruiz Cortines cuando fue candidato a la Presidencia de la República. Y años después, en 1970, asistí a un mitin de las juventudes en la campaña del Licenciado Luis Echeverría. No se me olvida, uno de los oradores fue el tijuanense Rafael García Vásquez. Casi toda la parte baja del cine era la entrada. Taquillas a los lados. Tres escalones y una antesala. Otros tres y el acceso. Inmediatamente la dulcería de rigor. Luneta con puertas sin hojas. Una cortina gruesa, guinda y pesada para evitar que con tanta entrada o salida y empezada la función, hubiera reflejos en la pantalla. Sillas ahuladas. De madero en la localidad de Balcón y tribunas en Galería. El cine estaba calle adoquinada de por medio con la hermosa Plaza de Armas de San Luis Potosí. En las cuadras a los lados, lo que después sería el café “La Oficina”. Pegado un restaurante donde tocaba mi tío Caralampio y, enseguida, el Palacio de Gobierno. Del otro lado, la Catedral y el Palacio Municipal con tan bellos arcos de cantera excelentemente tallados. Los infaltables boleros. No de música, de zapatos. Puestos de periódicos y jugos. El restaurante “Regis” de “El Gordo” Isidro pegadito a la Iglesia. De cuando en vez me llevaban los abuelos al cine. Para eso era riguroso el bien peinado. Limpio. Zapatos boleados y un suéter en la mano “para que a la salida no te dé frío”. Debía tener entre diez y once años. Como siempre, llegamos a tiempo, antes de las cuatro de la tarde cuando empezaba la función. Dos películas. En el intermedio los baños se retacaban y la dulcería también. El vestíbulo se llenaba de adultos cigarro en mano unos, en labios otros. Entonces era raro ver hacerlo a los jóvenes. Nadie fumaba frente a sus padres y tampoco delante de los conocidos mayores y amigos de la familia. Parejitas viéndose rápidamente a escondidas. Allí fue donde vi por vez primera a María Félix. Nunca antes tuve frente a mí la imagen de una mujer tan bella. “El Peñón de las Ánimas” se llamaba la película. Entonces nada de escenas atrevidas. Cuando mucho una pareja besándose tiernamente y luego la cámara se dirigía hacia la ventana, el sol, la luna o una vela. Era la señal de hacer el amor. Cuando eso sucedía alguna vez le pregunté a mi abuela María “¿…y ahora qué?”, encontrándome con un “¡cállese!… ¡estese sosiego!”, que era su palabra favorita para engarrotarnos. Vestido de chinaco Jorge Negrete. El pelo enchinado como jamás volví a verlo. No sé por qué pero me encantó aquella escena cuando bailaban un zapateadito frente a frente. El final dolió cuando uno de los Soler lanzó un cuchillo y termina con la vida de la amada. Casi lloré cuando Jorge Negrete la llevó cargando precisamente hasta “El Peñón de las Ánimas”. Volví a ver a María Félix en “Doña Bárbara” en el mismo cine, y la verdad de las cosas no me gustó la película. Me aburrió. Después, adulto la repasé y entonces sí, la entendí hasta el agrado. Personificando a María Eugenia, me encantó aquella María “señorona que ya viene regreso de todo”, fuete en mano y actuando con lo que sería su sello. Voz recia. Mandona. Dominadora. Hermosa. Siempre hermosa. Los papeles de mujer fatal le quedaban pero ni que mandados hacer. Devoradora de hombres en el drama y luego supe, en la vida real. Entristecí cuando se le murió Jorge Negrete. Me chocó al casarse con Agustín Lara, pero me sentí dolido cuando se divorciaron. Primero no podía creer cómo una mujer tan hermosa se matrimonió con un hombre tan feo. Pero en ese inter de su unión también mi vida fue desarrollándose. Entendí a María. La belleza no es la física sino la interior, la sentimental, la espiritual, la cariñosa y sincera. Miente quien diga que se casó por la fama del músico. No. La Félix volvía famoso al que se le uniera. En fin, mi juventud se dio al parejo con ese matrimonio y entonces se unieron lo mejor en inspiración y música, con la hermosura y talento. Ya de por sí Agustín me caía bien por sus canciones. Y unido a María, a la que admiré desde chamaco, era lo máximo. Agustín dejó de componer porque el rock superó al bolero, pero vivió de la fama y sigue en el recuerdo con sus canciones. Han vencido al olvido. María dejó de actuar pero siempre la vimos una y otra vez en sus películas. “Río Escondido” fue impresionante. Su papel de maestra hizo que se me enchinara la piel. Rebozo blanco de Santa María y de seda cruzado. Vestido de percal casi hasta los tobillos. Zapatillas de piso y bolso negro. Bajo los majestuosos candiles de Palacio Nacional y en medio de trajeados, pomadosos políticos y miembros del Estado Mayor Presidencial. Luego de soldadera con Pedro Armendáriz, caminando a su lado entre los surcos y el a caballo. Sus figuras en contra luz. Maravillosa fotografía de Gabriel Figueroa. Y aquel inolvidable cachetadón que le pega en “Enamorada”. Hay razón en quien escribió que en cien años no vuelven a darse tales personalidades. Marca más vida María Félix. La primera película que vi de recién casado en 1961 fue “La Cucaracha” en Guadalajara. También actuó Dolores del Río. Recuerdo, “hicimos cola” para comprar boletos. Ya era inevitable su papel de mandona. López Tarso y “El Indio” Fernández le caían a la medida de su carácter. O como le preguntaron alguna vez si se creía la divina garza y contestó que no. “No me creo…¡soy la divina garza!”. No sé cuántos hombres y mujeres vivimos desde niños hasta ahora, muerto primero Agustín y luego María. No me imagino hasta dónde nos caló la inspiración de uno y la belleza de otra. O cómo los imitamos en nuestros noviazgos, separaciones, declaraciones de amor y serenatas. Pero creo que muchos cantamos lo de Agustín y a la vez quisimos tener una novia como María. Agustín se murió y fue como si la única hoja verde y brillante de un árbol se desprendiera para marchitarse. María nos sorprendió. Ni siquiera esperábamos que nos dejara. Las nubes ya no me parecerán igual que antes. La veo en aquellas de sus películas. Blancas y hermosas. Imponentes. Por eso al morir María recuerdo aquí las palabras que escritas le envió Agustín luego de separados: “Ni tú ni yo, María, creemos en la casualidad. Hay un supremo designio, absoluto y eterno, que une a las almas o las separa. Los filósofos llaman a este fenómeno destino. Los gitanos le llaman suerte. Y esto ha sido para mí encontrar el diluvio de cascabeles de tu risa, tu rebeldía, tu inconsciencia, tu calidad y, por fin, tu amor”. Nosotros, yo, el niño que la vio por vez primera en