La esposa estaba cocinando. Y él, treintañal, decidió limpiar su motocicleta en el patio. La dejó relumbrante. En cuclillas como estuvo, se paró. Dio tres que cuatro pasos hacia atrás para admirar su trabajo. Se acercó y trepó a la máquina. Giró la llave, apretó el botón de encendido y el motor funcionó como para arrullar a un recién nacido. Sin apagarlo, decidió bajarse. Todavía apretando el manubrio y un pie en el suelo, apretó sin querer el pedal de las velocidades. La moto arrancó velozmente. Arrastró a su dueño. Se estrellaron en una puerta de vidrio y terminaron en el piso adentro de la casa. El ruidajo espantó a la esposa y corriendo llegó hasta donde estaba su marido sangrante. La moto tirando aceite, gasolina y humeando. Presurosa fue al teléfono y marco “Emergencias”. Al ratito llegaron los paramédicos. Subieron a zancadas la vereda para llegar a la casa edificada en una colina. Se llevaron al herido tras examinarlo diciéndole a la señora que no era nada grave. Como pudo, la espantada esposa levantó la motocicleta regresándola al patio. Fue por el rollo de papel a la cocina. Volvió para limpiar el piso lleno de aceite y gasolina. Luego tiró las toallas en el excusado y bajó la palanquita. Parchado, adolorido y triste regresó el esposo. Contó a su mujer cómo sucedió todo. Luego subió las escaleras y fue al baño de su recámara. Se bajó pantalón y calzoncillos sentándose en la tasa. Encendió un cigarro para espantar el nerviosismo. Le cayó bien y de paso evacuó. Todavía sobre el sanitario, tiró la bachicha ardiente por entre sus piernas y ¡pum! La explosión fue estremecedora y los gritos del hombre asustaron otra vez a su esposa. Nuevamente lo encontró tirado. Posaderas, muslos y lo demás, quemados. Por segunda vez marcó “Emergencias” y llegaron los mismos paramédicos. Le subieron a la camilla. Cuando bajaban la colina, preguntaron a la dama cómo sucedió la explosión. Oyeron la increíble historia y se carcajearon. Tanto que uno de ellos se resbaló. El herido cayó. Rodó y otra vez, terminó en el piso. Para amolarla, con un brazo roto. Esto sucedió en Florida, Estados Unidos y es uno de los episodios reales coleccionados por Manuel Villanueva. No tengo el gusto de conocer a este caballero, los envió a mi e-mail apenas el 28 de mayo. Tituló tan simpática serie “La próxima vez cuando tengas un mal día, recuerda todas las historias a continuación. Son ciertas”. Le solicité permiso para reproducirlos a mi modo y amablemente me autorizó. Tres días después estaba en el hotel de mis preferencias en el Distrito Federal. Los noticieros coincidieron: “Si no hay arreglo, hoy a las 12 de la noche habrá huelga en Aeroméxico”. Me engarrotó la noticia. Traía reservación para regresar a Tijuana al día siguiente. Pero como muchos supuse arreglo, o requisa. Con esa idea me fui a dormir antes de medianoche. Al despertar prendí el televisor y escuche “estalló el paro”. Transmitieron escenas desde el aeropuerto reflejando un gran desorden. Al mismo tiempo se oía la voz del conductor advirtiendo: los pasajeros con boleto de Aeroméxico podrán presentarlos en otras líneas. O se los aceptarán sin costo extra, o se los reembolsarán al terminar la huelga. En lugar de sumarme al alboroto del aeropuerto, fui a una agencia autorizada de Mexicana. Justamente estaban abriendo. El despachador me recibió con “no señor, esos boletos se los van a reembolsar” y ofreció venderme otros. Tecleó en la computadora. “Solo tengo a Guadalajara y allí transborda para Tijuana”. Le di mi tarjeta de crédito en señal de aprobación. La metió en el aparatito para verificar validez. Tecleó. “No pasa” dijo. Extrañado, saqué otras dos pero las rechazó. Tenía que ser con la otra… o al contado. No había para donde hacerme. Saqué los billetes. Regresé al hotel. Pagué con la tarjeta rechazada en la agencia y no tuve problemas. Esto me confirmó que a huelga revuelta, ganancia de agencias. Cuando llegué al aeropuerto era una mezcla de coraje, sudor, angustias, mentadas de madre y hasta golpes. Me fui al área de espera. Leía cuando oí: “Su atención por favor. Pasajeros en el vuelo 922 de Mexicana de Aviación con destino a Los Ángeles y escala en Guadalajara, favor de pasar a la sala número 12”. Al presentarme en el mostrador pegado a la salida, la empleada trazó un garabato en mi boleto. Morena, pelo rizado y con lentes restándole guapura soltó una frase sin verme: “Por favor tome asiento, en un momento abordamos”. Me fui hasta la última butaca. Apenas lo hice cuando también un hombre y a dos lugares. Bajito, camisa azul y pantalón obscuro con una pequeña maleta. Alargué la mano preguntándole –Señor, ¿cómo está? Volteó rápidamente: “Blancornelas… qué milagro”. –Yo le hacía fuera del país. “No. Estuve trabajando dos años en Washington pero ahora vivo en Guadalajara”. –Por lo visto, le dije, ya lo dejaron tranquilo. Hace rato no veo su nombre en la prensa. “Bueno, por fin se olvidaron de mí y sonriendo dijo “…es que cuando uno se les enfrenta y nadie presenta pruebas de lo que me acusaron, todo se acabó”. Recordamos el asesinato de Luis Donaldo Colosio. “¿Cuál complot? Nadie lo ha podido demostrar. No se desengañan que Mario Aburto es un fanático. Un desquiciado”. Hablamos de don Luis Colosio Fernández. “Mis respetos” soltó el par de palabras seriamente. Justificó el lógico dolor que un padre siente cuando le matan al hijo. Pero no está de acuerdo con su actitud. “¿Y sabe quién tiene la culpa de todo?…. ¡esos que se dicen colosistas!” Sentí como cuando se mete aguja para sacar noticia. Empezábamos a comentar el libro de Carlos Salinas cuando en eso retumbó el sonido: “Su atención por favor, pasajeros del vuelo 922 de Mexicana con destino a Los Ángeles y escala en Guadalajara, iniciaremos el abordaje”. Y la voz orientó: Los que tengan boletos con asiento de las filas 30 a la 20, formar una fila a la derecha. De la 19 a la 5, a la izquierda. El anuncio interrumpió nuestra plática. Nos paramos. Supuse que iría en primera clase y tendría por lo menos media hora para platicar. Alisté mi grabadora. “No Blancornelas, me tocó la fila 27”. Me quedé tieso. El tan poderoso hombre en este país, durante ocho, nueve años viajando en clase turista y sin guaruras. Se fue hasta el fondo del jet y con él mi entrevista. Solamente alcancé a decirle “Hasta luego”. Y el que fuera jefe del gabinete salinista, José Córdoba Montoya respondió, “Feliz viaje”. Después de mi desgracia por la huelga aérea. Tragar camote con la obligada venta de boletos. Rechazar con engaños mi tarjeta y desembolsar, pude haber visto a Córdoba al desembarcar y hacerle dos que tres preguntas. Pero necesitaba hacer un trámite especial en el mostrador de Mexicana y en la Policía Federal. Tenía tiempo justo para el trasbordo. Ya volando, un par de peques en el asiento trasero lloraron como si estuvieran en velorio. Luego se la pasaron jugando en el pasillo. Una lata. Fue cuando recordé los correos de Manuel Villanueva y pensé: “No me puedo quejar de mala suerte. Peor sucedió con el hombre arrastrado por su motocicleta, la explosión en la taza del baño quemándose todo aquello y terminar con un brazo fracturado”. Tomado de la colección “Conversaciones Privadas” de Jesús Blancornelas, publicado el 5 de junio de 2001.