Andaba por los trece años de edad –hace cincuentaiuno– cuando murió mi abuelo paterno Bonifacio. El asma le impidió respirar y su corazón dejó de latir. Antes o despuesito de 1880 nació en Bocas, entonces un hermoso rancho cercano a San Luis Potosí. Tupido de nopales y magueyes. Harto árbol de mezquite. Muchos surcos. Mazorcas por montones. Burros aguantadores. Rica aguamiel, pulque y colonche. Olor a tortilla de maíz y leña ardiendo. Después de muerto Bonifacio, nada más era que alguien hablara de él para que yo soltara el llanto. Es que lo quería y lo quiero mucho. Yo era su nieto consentido y me traía para todos lados. Lo mismo a la escuela o las corridas de toros. A las fiestas del barrio o a caminar en el campo bordeando el Río Santiago al sur entonces de la ciudad y ahora parte de ella. Era cosa de comer lo que encontrábamos en las orillas de las huertas a nuestro paso. A veces tunas, zanahorias o lechugas. De cuando en vez uvas. Pero itacate hecho por mi abuela, nunca nos faltaba. Mi padre y madre sin pretenderlo volvieron costumbre que cada domingo y después de misa fuéramos al panteón con mi viuda abuela y Arcelia y Sergio mis hermanos queridos. Saucito sigue llamándose el que entonces le decíamos camposanto y no panteón ni cementerio. Entrando, tomaba la primera callecita a la derecha, luego a la izquierda y a la mitad del trayecto me iba hasta la tercera hilera de tumbas y allí estaba la de Bonifacio. Mi abuela y mi madre llevaban flores y nosotros limpiábamos la lápida mientras mi padre encargaba a un chavalo regar alrededor. Luego rezábamos. Fuimos tantas veces que más tardábamos en llegar que yo correr para adelantarme. Y sin darme cuenta me fui familiarizando con que “aquí está la tumba blanca”, “acá la cripta de los Diez Gutiérrez”, más allá la capilla de Pedro Antonio de los Santos y hubo dos sitios que se me volvieron inolvidables: la fosa común. Era un enorme hoyo como de diez metros de ancho por otros tantos de largo. No muy profundo. A media cavidad “el nivel” de los huesos. Había de todos. Allí echaban –esa es la palabra– restos de los desenterrados porque sus familiares no pagaron tumba a perpetuidad. Desocupaban la fosa para sepultar a otros. Me llamaba la atención y quedaba grandes ratos viéndolos, como queriendo “armar” con la vista un esqueleto o contando las calaveras para ver cuántos fueron a parar a tal hoyanco. Algunos huesos conservaban retazos de la vestimenta con que los sepultaron y eso me daba una idea de si eran pobretones o adinerados. Y una tumba siempre me atrajo. No tenía monumento, ni nombre, ni fecha. No era como las demás con leyendas de “falleció en medio de nuestro dolor”, o “padre cariñoso y amable”, “voló al cielo”. No. Ni adornos ni cruz. Ninguna seña limitando la sepultura. Ni siquiera un poco más tierra y como bordo para hacer notar que alguien descansaba en paz. Simplemente una cantera rústica. De un medio metro de ancho encajada en la tierra. Con una leyenda tan corta que seguramente por eso se convirtió inolvidable para mí: “Como te ves, me vi. Como me veo, te verás”. Eso fue hace cincuentaiún años. Entonces Tomasso Buscetta tenía 21 y ya se había casado por segunda vez. Nacido en Palermo, Italia, se dedicaba al comercio ilegal de harina y traficaba con cartillas para alimentos de la posguerra. Luego se fue a Brasil. Se metió al negocio del tabaco. Desde allá empezó a trabajar para la mafia de Angelo de la Barbera en Palermo. Y como en las películas, Tomasso regresó al terruño para sumarse al nuevo padrino de la Cosa Nostra, don Salvatore Greco. Infortunadamente se desató una mortal batalla entre las familias y Tomasso decidió emigrar a México. Se metió al narcotráfico. Quién sabe por qué se le ocurrió irse a Brasil. Allí, como la Trevi, tuvo mala suerte. Lo pescaron y deportaron a Italia en 1972. Ucciardone es la prisión donde pasó varios años Tomasso Buscetta, en su terruño palermitano. Ocho años después, en 1980, logró la libertad condicional. Pero al pisar la calle había virtualmente charcos de sangre. Otro combate mortal de las mafias. Al nuevo padrino Stefano Bontadone lo asesinaron. Iba en su auto y le salieron al paso varios tipos con ametralladora. Dejaron inservible el vehículo y hecho girones el cuerpo del mafioso. A Tomasso no le agradó aquello. Decidió regresar a Brasil y reanudar el narcotráfico. Pero los hombres como los animales, somos los únicos que nos tropezamos con la misma piedra. La policía lo pescó y encarceló de nuevo. Entonces sucedió algo tan inesperado como un infarto. El juez italiano Giovanni Falconne decidió volar sobre el Atlántico para hablar con Tomasso en la tierra de Pelé. A las primeras se negó a recibirlo. Ni siquiera quiso ver al juzgador sabiendo de donde venía. Pero como el cántaro, tanto va al agua hasta que se quiebra. Cuando Brasil decidió deportar a Buscetta, entonces sí, en Italia, sorpresivamente “se estableció una extraña y perfecta colaboración de trabajo”, entre prisionero y juez, según leo en las crónicas. Al poco tiempo de tan largas y secretas pláticas, el abogado Falconne capturó a los principales hombres de la Cosa Nostra. Tomasso le contó santo y seña. Las revelaciones de Buscetta no fueron gratis. El juez lo premió sacándolo de prisión en 1984. Me imagino que dinero le sobró. Supongo que se lo dieron. Que compró una excelente residencia. Que se pasó gozando la vida sin volver jamás a meter las manos ni en las familias ni el narcotráfico. Seguramente a los mafiosos nada más los miraba en la televisión o el cine. Vi una foto de Tomasso tomada en 1992. Su cabellera abundante, quebrada, negra y con una melena de barítono. No llevaba corbata pero su camisa seguramente era de seda y abotonada hasta el cuello. Un saco claro hecho seguramente a la medida. Mascada en el bolsillo. Rasurado como si fuera a ver a la novia. Cejas pobladas sobre los negros lentes tipo aviador que no permitían ver sus ojos. Dicho en términos de identificación, nariz chata, piel blanca, complexión regular, estatura más o menos 1.65 o 1.70. Dicen que vivió feliz los últimos años de su vida. Jamás miró al pasado ni le ganó la nostalgia como a nosotros cuando apesumbrados soltamos el “…qué lejos estoy del suelo donde he nacido”. Hace dos años le diagnosticaron cáncer. Pero ni eso le hizo sacar la cara. Estuvo siempre en su casa cuya ubicación fue secreto. A nadie llamó pidiendo compasión. Solamente a su abogado Luigi Liggiotti, palermitano y por eso de confianza. “Encárgate de todo”. Sepelio, papelería, sepultura y herencia. El domingo 2 de marzo falleció. El licenciado, dio la noticia. Casi nadie le dio importancia hasta que alguien recordó que encarcelado por delitos del narcotráfico, tuvo la decisión de contarle todo a un juez para acabar con la mafia del momento en Palermo. De 71 años que vivió, 16 se la pasó tranquilo. Solamente los que han perdido la libertad o casi perdieron la vida sabemos lo que vale cada minuto. Por eso, ahora que me enteré de este hombre y veo cómo persiguen a los mafiosos mexicanos, recuerdo aquella lápida en el camposanto de San Luis Potosí: “Como te ves, me vi. Como me veo, te verás”. Tomado de la colección conversaciones privadas de Jesús Blancornelas, publicado el 11 de abril de 2000.