Llevaba 43 años escondido. Ni siquiera andaba huyendo. Jefes de la policía llegaron y se fueron. Todos le buscaron pero nunca lo encontraron. Andaba muchas veces en Palermo. Pero desde 2004 decidió vivir en Corleone, el italiano lugar afamado por la serie de películas “El Padrino”. Estaba en una casa de apariencia humilde en Montaigne dei Cavalli. Ni siquiera modesta. Hace una semana exactamente la tranquilidad se acabó. Los habitantes se sorprendieron. Pero no se movieron para nada. Sentados unos. Otros desde las ventanas. Todos con gorra y chaleco. De repente empezaron a sonar en las alturas varios helicópteros. Por las calles angostas, terregosas y empinadas se dejaron ver numerosas patrullas con gendarmes. Saco azul, cinto blanco y pantalón claro. Rodearon la casa al pie de un cerro. De blanco pintada pero ya descarapelándose. Un árbol de ramería totalmente seca. Tejabanes enlaminados y con barro. Ni siquiera cerca de madera o metal rodeándola para proteger. En la noche se iluminaba con dos lámparas de postes clavados en el lote cercano. Ningún auto. Tampoco guarda espaldas cuando se suponía debería tener un puñado. Pero no. Seguramente sus mejores vigilantes eran los vecinos y lugareños. Esa, su gran protección. Solamente una estrecha brecha lleva a la casa rodeada de tupido arbolerío. Apenas para transitar un vehículo regular. Hasta allí llegaron los genízaros. Entraron. Esperaban un encuentro con pistoleros pero nada. Sin violencia detuvieron a Bernardo Provenzano, el famoso jefe de jefes de la mafia italiana o como le dicen allá capo dei capi. El pelo completamente cano y escaso. Ya encorvado pero no flacucho. Lentes. Un suéter seguramente de años sobre su camisa abotonada hasta el cuello. Pantalones de casimir muy usados tanto como sus zapatos. Cuando los policías entraron a su cuarto se sorprendieron. Cama angosta pero blanda. Buenas cobijas. Tapetito con pantuflas a un lado. Pequeño buró. Palangana para levarse la cara todas las mañanas y un espejo. No lo esposaron. Ni hacía falta. El hombre ya no tiene fuerza y menos habilidad como para escabullirse o agarrarse a trompadas con los policías. Tampoco estaba armado. Provenzano no tiene facha de mafioso. Más bien parece un abuelo tierno. 73 años. Pero manejaba y controlaba a todos los capos de Italia desde hace cuarenta y tantos años. Es increíble cómo le hacía. En su cuarto tenía reducida mesa con máquina de escribir. Una vieja Brother 410. Allí tecleaba sus pizzini, llamados así pequeños papeles escritos a veces en clave. Los enviaba al mundo de afuera. Y esa era la voz de mando. Siempre obedecida. Nunca desoída durante tantos años. Leí en El País de España: A veces los pizzini tardaban horas o días según el destinatario. Una cadena de mensajeros lo pasaba mano en mano. Muchas veces no se conocían entre ellos. Pero jamás abrían aquel papelito. Ni siquiera en sobre o lacrado. Simplemente doblado. Así de fieles le eran y casi todos sin siquiera conocerlo. A veces cuando la policía descubría a cierto mensajero y le quitaba el recado no le entendían. Provenzano se protegía. Los escribía en clave pero siempre terminaba el pizzini con una frase “Gracias a Dios”. Provenzano está considerado como el hombre más poderoso del crimen organizado en Italia. Nunca se dedicó a ordenar muertes nada más capricho. Seguía la vieja costumbre. “Solamente por negocios. Nada personal”. Pero ni así y en muchas otras cosas no dejó nunca rastro. Tanta gendarmería persiguiéndole y nunca le vio la sombra. La policía italiana con su equipo de expertos y científicos fueron quienes analizaron con mucho detalle el caserío de Corleone. No estaban seguros de encontrarlo allí, hasta cuando el martes pasado tuvieron motivo para ordenar la captura. Los capos de Sinaloa se parecen mucho a estos italianos. Hacen favores y muchos a los humildes. Les nace. Lo traen en la sangre. Por eso los quieren y protegen. Otros mafiosos no son así. Les odian y tienen miedo. En todo el norte mexicano he oído “cualquier día nos mandan matar”. También le piden a todos los santos: “Ojalá y no vayan a venir por mi hija y se la lleven para violarla”. Son de los intocables. Me consta que mandan matar por puro capricho. De los capos sinaloenses sólo Jesús Héctor “El Güero” Palma está prisionero. Pero como Provenzano sigue manejando su cartel tras las rejas. “Mayo” Zambada sigue en su escondrijo. Ni siquiera porque los gringos ofrecen cinco millones de dólares por denunciarlo, nadie se atreve. “El Azul” Esparragoza silenciosamente activo. Y los Carrillo Fuentes casi ni ruido hacen. A todos les busca la policía y no los pueden encontrar. En Sinaloa muchos saben dónde están o los han visto. Pero nadie los denuncia. Joaquín “El Chapo” Guzmán es el prófugo del sexenio. Cuando en 2001 se escapó del penal “Puente Grande” fue famosa la frase de Vicente Fox: “Nos metieron un auto gol”. Entonces el guanajuatense empezaba a gobernar. Desde entonces sus achichincles dijeron “Lo vamos a capturar”, pero han pasado más de cinco años y “El Chapo” sigue libre. No es como Provenzano. Nunca escribe mensajes pero dicta sentencias. Anda de un lugar a otro pero me imagino verlo más a gusto en su sinaloense Badiraguato, el Corleone mexicano. Varias veces, dicen, estuvieron por capturarlo. A mí me consta solamente una y fue el Ejército. Por un pelito. Pero ahora he sabido: “A detenerlo antes de terminar el sexenio”. Los servicios de inteligencia funcionan. “Van por la cereza del pastel”. Contrario a Provenzano “El Chapo” tiene muchos guardaespaldas. Sus guaridas deben ser muy protegidas. No está solo. Seguramente habrá gran balacera y hasta muertos cuando lo encuentren. Pero por hoy me imagino: Ya saben dónde está. Le siguen la pisada. Texto tomado de la colección “Conversaciones Privadas” de Jesús Blancornelas, publicado el 18 de abril de 2006.