No todos los días se encuentra a una persona sensata. La madurez, el juicio, la prudencia son actitudes que escasean en el sector de las personas públicas. Si bien existen hombres y mujeres inteligentes que en México y en el mundo se desarrollan en el ámbito privado y en el público con respeto hacia sus similares y particularmente a quienes sirven desde una posición de poder, la realidad es que son los menos. Por eso encontrar a un hombre sensato en tiempo de frivolidad política, banalidad social, soberbia gubernamental e indolencia general, es algo que se debe destacar. Podremos estar o no de acuerdo con las decisiones que el Papa Benedicto XVI tomó a lo largo de su periodo como representante de la Iglesia Católica, que comprende de 2005 al último de febrero de este año, pero no podemos dejar de resaltar la lección de sensatez, honestidad, sabiduría, coherencia y congruencia que nos dio al mundo hace unos días. Los adjetivos no están de más. Su renuncia al Papado no es un asunto menor, y la forma en que lo hizo está dimensionada a la humildad de un servidor. El aún Papa Benedicto con 341 palabras redactó un discurso de renuncia claro, contundente, honesto. Acostumbrados a escuchar letanías políticas que resultan ser más retórica que anuncio de la acción concreta, una disertación tan corta como la del Pontífice llama la atención. Dijo sobre su condición física frente al compromiso que tiene: “…he llegado a la certeza de que mis fuerzas, dada mi avanzada edad, ya no corresponden con las de un adecuado ejercicio del ministerio petrino…”, continuó: “…he tenido que reconocer mi incapacidad para cumplir adecuadamente el ministerio que se me confió”, y sentenció: “Por esta razón y muy consciente de la gravedad de este acto, con plena libertad declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma”. Sin grandilocuencia, en un acto de humildad y sensatez se asumió incapaz físicamente para cumplir a cabalidad con la función que los Cardenales le encomendaron en el año 2005 días después que con la muerte de Juan Pablo II concluyera su Papado. La lección de política ahí está. Los hombres y las mujeres que gobiernan este país deberían tener un mínimo de sensatez para reconocer sus limitaciones, para no aceptar encargos con los cuales no pueden cumplir por falta de experiencia o capacidad. Para decir ‘hasta aquí llego’ cuando la edad es avanzada o cuando los sentidos comienzan a diluirse. ¿Se imagina si en México tuviésemos políticos sensatos? Muchos del anterior sexenio hubiesen renunciado cuando el empresario Alejandro Martí conminó frustrado por la inseguridad que lo tocó de cerca, al gabinete de seguridad de Felipe Calderón con aquel grito de desesperación “¡Si no pueden, que renuncien!”. Los Sindicatos, como el de los Maestros o cualquier otro, no tendrían líderes vitalicios, o perseguidos como presuntos culpables. En política habría mejores resultados. No escucharíamos un día sí y otro también, propuestas anquilosadas, recicladas que cambian de color pero que no inciden en el bolsillo del mexicano. En el Poder Legislativo no tendríamos vividores que saltan sin vergüenza alguna de la Cámara de Diputados a la de Senadores o viceversa, enriqueciendo no la labor legislativa sino su particular causa. La sensatez es quizá una de las actitudes más difíciles de adoptar por los seres humanos. No hay juicio que sobreviva al elogio de las comparsas o a la soberbia que muchos confunden con un cargo de elección. El poder político, administrativo, social, no es sinónimo de intocables o todopoderosos. Por eso cuando uno se encuentra con un hombre sensato, no queda más que admirar la inteligencia, la madurez y la juiciosa actitud que lo lleva a reconocer sus limitaciones, a ser testigos de su partida porque honestamente, sabe que no puede cumplir con la encomienda que le cedieron. Ojalá hubiese más gente así, sobre todo en este dolido y atropellado México.