Narciso no podía creer lo que sucedió al asomarse al estanque; por primera vez contempló lo que para él era la imagen más perfecta y bella qué había visto en su vida: el reflejo de su propio rostro; así, embelesado, embriagado y perdido en el amor propio, desdeñó una y otra vez a la ninfa Eco, que con deseo lo procuraba. El amor que podía ofrecer tenía un único destinatario: el mismo.