No fui a La Habana buscando una firma. Fui buscando memoria. Pero aquella noche, entre mapas, silencios y vasos de agua en el Palacio de la Revolución, le pedí a Fidel Castro que firmara un póster del Che Guevara. Quería que lo dedicara a Tijuana, esa ciudad que no se deja domesticar, que canta con los pies en el polvo y la dignidad en la garganta.