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viernes, octubre 24, 2025
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El mapa secreto entre Tijuana y La Habana

No fui a La Habana buscando una firma. Fui buscando memoria. Pero aquella noche, entre mapas, silencios y vasos de agua en el Palacio de la Revolución, le pedí a Fidel Castro que firmara un póster del Che Guevara. Quería que lo dedicara a Tijuana, esa ciudad que no se deja domesticar, que canta con los pies en el polvo y la dignidad en la garganta.

Fidel escuchó “Tijuana” y se detuvo. Me miró con esa mezcla de curiosidad y certeza que tienen los hombres que han leído el mundo sin pasaporte.

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— ¿Sabes la relación entre Tijuana y La Habana? —me preguntó.

Lo miré extrañado. Entonces comenzó a narrar, como quien dibuja la historia con los dedos.

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Me habló de Bugsy Siegel, el pistolero elegante de Nueva York que soñó en convertir el desierto en un paraíso de neón. Antes del Flamingo en Las Vegas, Siegel operaba en Tijuana bajo las órdenes de Lucky Luciano, el arquitecto invisible de la mafia moderna. Tijuana era un laboratorio de corrupción: casinos, prostíbulos, tráfico de influencias. Un ensayo general de lo que vendría después en Nevada.

Virginia Hill, la pelirroja que cruzaba fronteras con secretos en la maleta, fue enviada por la mafia a reabrir el juego en México. Fidel la describió como una mujer que sabía cuándo callar y cuándo incendiar una sala con una sola mirada. Ella negociaba con funcionarios del gobierno de Miguel Alemán, buscando revertir el cierre de casinos que Lázaro Cárdenas había decretado como quien clausura una herida.

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Fidel bajó la voz. Me habló del Hotel Nacional de Cuba. No como edificio, sino como altar. Ahí, en 1946, se celebró una cumbre secreta de la mafia. Estaban todos: Lansky, Luciano, Costello, Siegel. Se repartieron territorios como quien reparte cartas marcadas. El Caribe no era sólo mar y ron. Era ruta. Ruta de dinero, de armas, de cuerpos. Y Tijuana era uno de los puertos invisibles de ese mapa.

Meyer Lansky, el financiero de la mafia, vivió en La Habana como si fuera su oficina privada. Desde ahí controlaba casinos, hoteles, bancos. Fidel lo describió como un hombre que nunca disparó un arma, pero que sabía cómo disparar una economía. Cuando Bugsy Siegel se tragó millones en El Flamingo sin rendir cuentas, fue sentenciado a muerte en ese mismo hotel. La ejecución se cumplió en Beverly Hills, pero se decidió en La Habana.

Yo escuchaba. No como quien recibe datos, sino como quien recibe claves.

Porque entendí que Tijuana y La Habana no eran sólo ciudades: eran espejos rotos de un mismo sistema. Territorios donde la soberanía se disputaba entre gobiernos y mafias, entre pueblos que resisten y capitales que corrompen.

Fidel me firmó el póster. Pero me regaló algo más: una historia que no está en los libros, una conversación que no cabe en los archivos, una memoria sembrada en la frontera.

Antes de la Revolución, Fidel ya había comprendido que el poder no se concentraba únicamente en los palacios presidenciales, sino en los casinos, los bancos, los hoteles, los puertos. La mafia estadounidense operaba en Cuba como si fuera su patio trasero. El Hotel Nacional era su altar, y La Habana, su tablero de ajedrez. Fidel sabía que para liberar a Cuba no bastaba con derrocar a Batista: había que desmontar el sistema mafioso que lo sostenía.

Durante la Revolución, esa conciencia se volvió táctica. Fidel combatía no sólo al ejército, sino a una red de intereses que cruzaba Miami, Nueva York, Tijuana y Washington. Por eso, cuando hablaba de Tijuana, lo hacía con precisión quirúrgica. Porque entendía que la frontera norte de México no era sólo geografía: era una zona de disputa entre soberanía y capital mafioso. Y en esa disputa, Cuba y México compartían heridas.

Después de la Revolución, Fidel se convirtió en lector obsesivo del poder global. Sabía que los enemigos no siempre llevaban uniforme; a veces llevaban trajes, cámaras, antenas, maletines. Por eso estudiaba la historia de la mafia como quien estudia el comportamiento de un virus. No por morbo, sino por estrategia. Porque entendía que la corrupción no es solo un delito: es una forma de colonización.

Así que cuando me habló de Bugsy Siegel, Virginia Hill y Meyer Lansky, no lo hizo como quien cuenta anécdotas, lo hizo como quien revela claves. Porque para él, la historia no era una línea de tiempo: era un mapa de poder. Y al mencionarle Tijuana, le abrí una puerta a ese mapa. Porque sabía que en esa frontera también se juega la soberanía de los pueblos.

 

El autor es presidente del Centro de Estudios y Proyectos para la Frontera Norte “Ing. Heberto Castillo Martínez” A.C.

Correo electrónico: [email protected]

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Autor(a)

Jaime Martínez Veloz
Jaime Martínez Veloz
Colaborador ZETA Tijuana.
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