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jueves, noviembre 21, 2024
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Anécdota en el banco

Les voy a contar de una situación divertida que me sucedió con dos jovencitas de aproximadamente 25-30 años:

Resulta que andaba batallando con la aplicación de Banorte; necesitaba hacer un pago y requería ir a la institución directamente porque en Oxxo no aceptan movimientos de ese establecimiento.

Por motivo de la pandemia, el banco tuvo la buena idea de poner un código QR en la entrada del mismo, así no hay necesidad de esperar tanto tiempo dentro del banco. Al escanearlo, te avisa de los clientes que están antes que tú y más o menos en cuánto tiempo te atienden.

Escaneé el código y me puse a un lado de la entrada a revisar el teléfono mientras tocaba mi turno, con los lentes oscuros puestos. En eso estaba cuando escuché unos tacones que se aproximaban a la entrada del banco y me llamaron la atención. ¿Quién no voltea a ver a las mujeres bonitas?

Como tenía la vista hacia abajo por estar revisando el celular, me levanté los lentes poco a poco con una mano y empecé a ver de abajo hacia arriba, observando primero los zapatos de las mujeres hasta tener los ojos fijos completamente sobre la cara de una de ellas. Las dos muy guapas. La de tacones no portaba el cubrebocas; la otra sí. Las dos con bolsos a la altura del antebrazo y caminar muy coqueto.

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Cuando levanté la vista y las vi directamente (aproximadamente a cuatro metros), me di cuenta que la damita de tacones paró por completo y fijó su mirada directamente en la mía, porque seguramente me vio que la observé de abajo hacia arriba (la otra iba revisando su teléfono), como diciendo “¿Ya me contemplaste bien?”. Sabía lo que traía, como dice mi amiga Yaret. Movió ligeramente sus labios con una leve sonrisa e inclinó su cabeza, a modo de “Buenas tardes”. Se puso su cubrebocas y siguió su camino; yo contesté haciendo el mismo ademán. Y percibí que alguna de ellas usaba el Jean Paul Gautier versión invierno, que huele delicioso. Lo conozco porque esa fragancia la usa mi esposa.

Ellas no utilizaron el código y vi que pasaron directamente a cajas a esperar turno. En un lapso de cinco minutos aproximadamente, revisé la aplicación y me di cuenta que había dos personas delante de mí. Al ingresar al establecimiento para dirigirme a cajas, noté que ellas estaban sentadas en la última fila. Cuando me aproximé, me di cuenta que la joven de tacones volteaba hacia la izquierda y vio que también iba a ventanilla; en eso bajé un poco la vista, pero alcancé a ver que con su rodilla le pegó a su amiga, como murmurando “ahí viene”.

En esa área hay varias bancas de tres asientos, pero algunos están inhabilitados por la pandemia. Frente a ellas había otra fila de asientos, separados dos metros de donde estaban las jovencitas; uno habilitado y ahí me senté a propósito. Escuché que se secreteaban y reían ligeramente. Al minuto: “¡Qué bonitos chinos!”, dijo una. No volteé. “¡Qué bonitos chinos!”, dijo la otra. Giré ligeramente mi cabeza hacia la derecha moviendo el brazo como para querer voltear, cuando escucho: “Sí, tú”. Eso me divirtió un poco.

En área de cajas había varias personas esperando turno que también estaban escuchando y viendo la situación, que para ese entonces ya estaba siendo un poco complicada para mí, por tener la osadía de sentarme delante de ellas.

“¿Puedo tocarte el pelo?”, preguntó una. Asentí la cabeza de arriba hacia abajo, diciéndole que sí. Escuché unos tacones dar dos o tres pasos y de repente, una mano en mi cabeza. Me dio como tres palmaditas y dijo “¡ay, qué rico!”. No volteé hacia atrás, nada más a los lados, y vi que un señor a mi costado izquierdo y una señora con una niña del lado derecho ya se estaban riendo al ver que me sonrojaba. En ese momento supe que ella era la del perfume, pues percibí el olor más intenso.

“A ver”, dijo la otra. También me dio dos o tres palmaditas. “¡Qué bonitos chinos!”, expresó. “Hay que dejarlo porque seguramente a su esposa no le gusta que otras mujeres le toquen el pelo, ¿verdad?”, comentó la de tacones, como preguntándome, a lo que le contesté sin voltear: “Pues no sé, nunca se ha dado la situación en que una mujer me toque el pelo cuando ella esté presente”. Rieron en un tono más fuerte, también el señor y la señora que estaban a mis lados.

“Seguro se llama Sebastián”, dijo una. Moví mi cabeza de lado a lado, negándolo, pero sin emitir palabra alguna. “No. Me gusta para que se llame Alejandro”, expresó la otra. Volví a asentar la cabeza de lado a lado.

Dijeron cinco o seis nombres más, pero no le atinaron. Entonces una de ella me preguntó: “¿Con qué letra empieza tu nombre?”. “Con C”, le dije. “¡Ah, ya sé!” ¡Te llamas Carlos!, ¿verdad?”. Hice movimiento de arriba hacia abajo, afirmándolo. Se escuchó: “Yes!”

Tocó mi turno y me dirigí a ventanillas. Para ese momento pensé: “Ya que me atiendan voltearé y las veré directamente a la cara como diciéndoles: ‘no me intimidan ni me chivean, jovencitas”.

El cajero selló mi comprobante y me di la vuelta, viéndolas directamente a la cara, aunque no de manera retadora, sino divertida. Pero no contaba que al hacerlo, ellas ya estaban sentadas de manera muy pegaditas, con la pierna cruzada, un poco inclinadas hacia enfrente y cada una con su mano derecha a la altura de la barbilla y me dijeron: “Baaaaaayyyyy Carlooooooos”. La de tacones tocó el hombro de su amiga, luego el suyo, y dijo: “Pamela y Ángela”.

Me paré dos metros de lado de ellas y viendo a la de tacones solté: “Jean Paul Gautier versión invierno”, así como muy conocedor de fragancias de exportación.

La que para ese entonces ya sabía se llamaba Ángela, inclinó su cabeza ligeramente hacia su costado derecho, con una mano recogió su pelo lacio y con la otra se bajó muy ligeramente su blusa del cuello de manera coqueta y respondió: “¡Efectivamente!”, como retándome a que oliera su blanca piel. Sonreí ligeramente e hice movimiento de cabeza como agradeciéndole la tentadora invitación (pero claro que no me animé).

Esa situación con las jóvenes nos causó un poco de risa a los tres, pero el recordar que nos estaban viendo los clientes, hizo que me chiveara aún más y me ganaran la batalla. Entonces di la media vuelta y me dirigí a la salida. Y ahora sí, soltaron la carcajada a todo lo que da…

 

Atentamente,

Carlos Sánchez.

Tijuana, B.C.

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