“Hermanos míos -dijo el padre Paneloux- , el amor de Dios es un amor difícil. Implica el abandono total de sí mismo y el desprecio de la propia persona. Pero sólo Él puede borrar el sufrimiento y la muerte de los niños, sólo Él puede hacerla necesaria; mas es imposible comprenderla y lo único que nos queda es quererla”.
-Albert Camus, La Peste.
Albert Camus, el segundo en juventud en recibir el Nobel de Literatura a los 44 de edad. Africano como San Agustín, del puerto de Hipona-Tagaste. Camus manifiesta mucha sabiduría en su obra La Peste (1947), libro que, como la pandemia, ha tomado por descuido a las grandes editoriales, según ha publicado ZETA en su sección cultural sobre la “inminente” reimpresión de los diálogos sobre el jesuita Paneloux, el galeno Rieux, el periodista Rambert, el buen Cotard y otros personajes, como la viejita española madre de dos marinos que custodiaban la ciudad de Oran (Argel, África) sitiada en cuarentena como nuestras ciudades por la Guardia Nacional.
La Opinión de Los Ángeles, diario californiano fundado en 1926, en un esfuerzo enorme para informar a la humanidad sobre la pandemia que azota a California (el Estado más rico de USA y del mundo, se dice), solicita abiertamente apoyo económico. Quizá para no correr la suerte de El Financiero o Crónica del D.F., o como muchos otros impresos que hoy, ante la plaga, parecen radiografías. El diario angelino objetivamente comunica la realidad de la pandemia local, estatal, regional, nacional e internacional; con un admirable interés por la suerte de los inmigrantes legales o ilegales.
Donald Trump, el republicano presidente de Estados Unidos, ya mandó más de 100 personas a la lona, pues ingenuamente pensaron que tomando o inyectándose antibacteriales como Lysol, podrían evitar el virus. Con la pretensión de la reelección a finales de abril de este 2020, Trump ha incriminado y despreciado a ciudades o regiones “Santuario” negándoles ayuda económica justa, sólo por tratarse de California una comunidad dominada por los demócratas en convivencia con republicanos que han sabido gobernar el mismo estado. El presidente norteamericano, ya noqueado en algunas regiones por el candidato demócrata, no soporta el encierro de siete semanas en la Casa Blanca, y el primer estado que visitará será Arizona, antes de iniciar mayo.
Albert Camus, el africano de Argelia, al final de La Peste parece decirnos a todos algo importante de parte del Dr. Rieux, quien entregó su vida por salvar enfermos en la pandemia de Orán: “Cuando oía los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux era consciente de que esta alegría está siempre bajo amenaza. Pues él sabía que esta multitud alegre ignoraba lo que se puede leer en los libros, que la bacteria de la peste (pandemia) no muere, ni jamás desaparece; que puede permanecer durante decenas de años dormida en los muebles, en la ropa; que espera pacientemente en las habitaciones, en las bodegas, en las maletas, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”. (Albert Camus, La Peste, 1947).
En admirable prosa, el nobel de Literatura -propiamente africano, más que francés- se acuerda usted del mundial de Francia cuando perdió Croacia, el favorito, contra la supuesta selección francesa (más bien africana). Así, Camus cuenta que alguien pregunta al médico Rieux: “Dígame, doctor, ¿es cierto que van a levantar un monumento a los muertos de la peste? -Así dice el periódico. Una estela o una placa-. Estaba seguro. Y habrá discurso. El viejo doctor reía con una risa ahogada. -Parece que ya los oigo: ‘Nuestros muertos…’, y después irán a comer”.
En la genialidad de Camus abunda la sabiduría. “El sufrimiento de los niños es nuestro pan amargo, pero, sin ese pan, nuestras almas morirían de hambre espiritual. En La Peste, el autor denuncia el periodismo apocalíptico, moralista que tiene de rodillas a la población de Orán, se cuelgan amuletos, medallas protectoras de san Roque, pero no van a misa. El médico invitado al templo por el jesuita Paneloux le escuchará decir ‘Hermanos míos, llegó el momento en que es preciso creerlo todo o negarlo. Y ¿quién de entre ustedes se atrevería a negarlo todo?’”.
En su sermón, el jesuita evoca la gran figura del obispo Belzunce durante la real peste de Marsella en la que, de 81 religiosos de la Merced, solo 4 sobrevivieron a la fiebre (pandemia); y de esos, 3 huyeron. “Y el padre, pegando con un puño en el borde del pulpito, gritó: “¡Hermanos míos, hay que ser ése que se queda!”. Y dirá el Nobel de Literatura 1947 que así también nosotros debemos convencernos de que no hay una isla en la peste. “Hay que admitir qué es lo que nos causa escándalo porque si no habría que escoger entre amar a Dios u odiarlo. Y ¿quién se atrevería a escoger el odio a Dios?”, cuestionaba el jesuita de la peste de Orán (Argelia, África).
Que el obispo, cuando finalizaba la epidemia (Marsella), habiendo hecho todo lo que debía hacer y creyendo que no había ningún remedio, se encerró con víveres para subsistir en su casa y la hizo amurallar. Los habitantes de la ciudad, para los que era un ídolo, por una transformación del sentimiento -frecuente en los casos del extremo dolor- se indignaron contra él, rodearon su casa de cadáveres para infectarlo y hasta arrojaron cuerpos por encima de los muros para estar seguros de que muriera. Así, el obispo, por una debilidad, creía aislarse en el mundo de la muerte, y los muertos le caían del cielo sobre la cabeza. (Camus, 1947, La Peste).
“No hay que intentar explicarse el espectáculo de la peste (pandemia), sino intentar aprender de ella lo que se podía aprender”, dirá el médico al escuchar la predicación del padre jesuita.
Germán Orozco Mora reside en Mexicali.
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