Ya nadie duda, a estas alturas, sobre la gravedad del peligro que representa la pandemia de coronavirus para la salud y la vida de la humanidad, y en igual medida, para la actividad económica, el intercambio comercial y el empleo de millones de trabajadores en el mundo.
Es discutible, sí, y muchos comentaristas bien informados, e incluso especialistas reconocidos en epidemiología y en virología lo han hecho ya, la eficacia real de la única medida universal que hoy todos los países están aplicando para limitar la difusión, y eventualmente la contención de la plaga: el enclaustramiento de toda la población en sus domicilios por tiempo indefinido, hasta que las autoridades responsables consideren que ha pasado el peligro.
La interrogación decisiva que formulan los críticos frente a la decisión draconiana del enclaustramiento es: ¿se pueden contagiar entre sí las personas sanas, por muchas que sean? La respuesta es, evidentemente, NO. Lo que hay que evitar, por tanto, no es la libre circulación de las personas sanas, sino la de las personas enfermas o portadoras inconscientes del virus; y esto se lograría perfeccionando al máximo la confiabilidad de las pruebas de laboratorio y aplicando con todo rigor los mecanismos de detección de los contagiados para aislarlos de inmediato. De este modo se garantizaría la salud e inocuidad de las personas que hacen su vida normal.
En México, todos sabemos que las autoridades responsables se han empeñado en ir en sentido contrario. No solo no se previnieron con lo necesario para aplicar las pruebas de laboratorio y para eficientar la detección de las personas portadoras del virus. Por razones de imagen y de prestigio político, han limitado al máximo la aplicación de la prueba de que disponen a personas que lo solicitan, a quienes presentan síntomas “leves” a juicio de la autoridad y a quienes han estado probadamente en contacto con personas infectadas. “No hay que sembrar el pánico entre la población”, argumentan. Es verdad que, por orden expresa del Presidente, el enclaustramiento se retrasó tanto como fue posible, quizá pensando en el daño económico que ocasionará al país la paralización total de la actividad económica; pero esto, sin la detección precisa y segura y el enclaustramiento de los contagiados, propiciaba claramente una catástrofe de dimensiones imprevisibles. Finalmente, tuvieron que ordenar la reclusión total.
Sin embargo, a diferencia de los demás países, que junto con la orden de enclaustramiento han tomado providencias para mantener vivo y en las mejores condiciones su aparato productivo (que incluye micro, pequeñas, medianas y grandes empresas, sin distinción), para garantizar los ingresos de todos los asalariados que tienen que parar contra su voluntad, y para evitar una hambruna de consecuencias más atroces que la pandemia misma a los sectores de la población sin ingresos fijos, aquí fue solo la orden escueta de “quedarse en casa”, “guardar su sana distancia” y lavarse las manos veinte o más veces al día, sin pararse a pensar si existen o no, y en que proporción, las condiciones mínimas para cumplir esas recomendaciones. En particular, nadie se preocupó, ni parece preocuparse ahora, por el problema básico de quienes viven al día y por su propio esfuerzo: ¿de donde sacarán los recursos para su alimentación? ¿Qué van a comer y de qué van a comer mientras estén paralizados e incapacitados para salir a ganarse el sustento?
Empresarios y ciudadanos esperaron con verdadera ansiedad el quinto informe trimestral del Presidente, pensando que anunciaría las medidas de apoyo indispensables en la emergencia. Todos resultaron defraudados y decepcionados. El Presidente se limitó a reiterar que se seguirán entregando los apoyos directos en dinero a las personas ya antes detectadas como necesitadas, sin más modificación que adelantar tres o cuatro meses de ayuda a los sectores más críticos; que habrá un millón de microcréditos para micro y pequeñas empresas, también previamente escogidas por los “siervos de la nación” (morenistas disfrazados de censadores), por un monto máximo de 25 mil pesos, y a lanzar bolas de humo como la promesa de crear dos millones de empleos en nueve meses. Y nada más.
Ahora bien, según cifras del dominio público, el número de personas que reciben dinero en efectivo del Gobierno (incluyendo a los “jóvenes construyendo el futuro” y a los “sembradores de vida” que, en estricto sentido, no reciben ayuda sino un salario por lo que hacen), asciende a 25 millones en números redondos. Pero quienes laboran en la economía informal o trabajan por su propia cuenta en lo que pueden, constituyen el 60% de la población económicamente activa, es decir, alrededor de 36 millones de personas. Por tanto, suponiendo que 25 millones de ellos reciban su dinero mensual, aquí hay ya 11 millones de mexicanos que no reciben nada. Y si no olvidamos que todos (o la inmensa mayoría) son jefes de familia, hay que multiplicar al menos por cuatro esa cifra, lo que nos da ya un total de 44 millones de desamparados por la pandemia. A ello hay que sumar miles de campesinos, de amas de casa, de familias que viven de las remesas que les envían sus familiares en Estados Unidos, y resulta que estamos hablando de entre 70 y 80 millones de mexicanos que se han quedado sin ingresos y sin qué comer.
Queremos subrayar, sin embargo, que esta vez no estamos hablando de cifras abstractas y de grandes agregados que pudieran ser discutibles. Los antorchistas estamos en todo el país y en estrecho contacto permanente con los sectores de menores ingresos. Los conocemos bien y ellos nos conocen a nosotros. Y son ellos, miles de ellos en estados como Yucatán, Sonora, Guerrero, Chiapas, Oaxaca, Puebla, Michoacán, Veracruz, por mencionar algunos, quienes nos están urgiendo a hacer algo para que ellos y sus pequeños hijos puedan comer; son ellos los que, concientizados antes por nosotros mismos, nos están desafiando a que demostremos que la unidad de propósitos y de acción de las masas populares pueden y deben ponerse a prueba en momentos críticos como el actual.
Es en nombre de ellos, y de muchos miles como ellos que se hallan angustiados y desesperados ante lo incierto de sus vidas, de su futuro, que estamos alzando nuestra voz en demanda de algo que resulta inaplazable: UN PROGRAMA NACIONAL DE DISTRIBUCIÓN DE ALIMENTOS A TODA LA POBLACIÓN QUE CARECE DE UN INGRESO FIJO Y QUE TAMPOCO RECIBE NINGUNA AYUDA DEL GOBIERNO.
En prevención de los ataques del cretinismo homogenizado de políticos y defensores mediáticos del Presidente y del gobierno de la 4ª T, que seguramente saldrá a acusarnos de oportunismo político, de querer medrar con la necesidad del pueblo, de querer “sacar raja política” de la coyuntura, nos adelantamos a aclarar que no pedimos absolutamente ninguna participación en la ejecución de dicho programa. ¡Que lo lleven a cabo los chairos y los siervos de la nación, para honra y prez del Gobierno que los subsidia! Solo nos interesa que la gente más humilde de este sufrido país no se muera de hambre, y que tampoco se vea precisada a lanzarse a una revuelta sin sentido, empujada por la necesidad. ¡Es esencial para los antorchistas de México, dejar constancia escrita de lo que proponemos, de lo que pedimos y para quién lo pedimos! Nada más.