26.2 C
Tijuana
martes, octubre 1, 2024
Publicidad

Los zapatos

“Después de vejez, viruela” decía mi abuelo con sonsonete sarcástico. Así echaba en cara lo que no hice de niño, sí de más grande. La primera vez cuando se la oí tenía unos diez años. Apareció de repente. Lo recuerdo parado, serio y enmezclillado. Recién terminó un chubasco. Las nubes negras no desaparecían. Se movían rápido como jugando carreras. Los charcos eran su huella. Y más por el rumbo de mi casa a orillas de la ciudad y sin pavimento.

No se me olvida aquel día: un rato antes y casi al mismo tiempo del aguacero, terminaron nuestras clases. Al salir de la escuela y “en bolita”, nos aventábamos unos a otros a los charcos y allá vamos, con todo y zapatos. Nadie nos salvábamos de la travesura. Así, con el calzado mojado, caminábamos a media calle. En una de esas, nos dijeron “…en la esquina de Pedro Moreno y Fausto Nieto hasta parece inundación”. Todos a correr. Nos quedamos patitiesos al llegar y ver. Aquello parecía laguna. Sin pensar más entramos. No me descalzaba. Lo hacíamos así porque en otra ocasión me quité zapatos y calcetines. Le di dos, tres dobleces al pantalón y entré al agua. De pronto sentí un piquete agudo en la planta del pie derecho. Lo levanté hacia atrás, así como a los caballos cuando les ponen herradura. Volteando mi cabeza, vi la sangre. Corría hasta el talón y goteaba al suelo. Me corté con un vidrio. Ni modo de verlo en el agua lodosa.

Por eso luego en cada aguacero me dejaba los zapatos. Y le daba vuelo. Como si fuéramos indios danzábamos en círculo. Fue cuando apareció mi abuelo. No me gritó. Quedé paralizado al verlo. Dejé el jolgorio, salí del charco. Tomó mi mano sin jaloneos ni regaños. Nos alejamos del grupo. Y cuando quedaron atrás mis amigos dijo “ahora sí… después de vejez, viruela”. No le entendí y me lo explicó. Ni cuando empecé a caminar lo hice y ahora “¿…no sabes cuánto cuestan los zapatos y son los únicos que tienes”?

Llegando a la casa ordenó quitármelos. Los rellenó de papel periódico poniéndolos junto a la lumbre del bracero que mi abuela mantenía siempre con carbones ardiendo. Allí se quedaron toda la noche. Al otro día fui por ellos. Estaban casi secos y me los puse para irme a la escuela. A la hora del recreo sentí que no eran de piel. Parecían lámina. Estaban duros. Debía aguantarme. Sufrí para llegar a la casa. Fui con mi abuelo. “Aprietan”, le dije. Otra vez los rellenó con papel periódico, pero ya nos los puso cerca del carbón encendido. A los pocos días no me molestaron. Hasta les di una boleada para ir a misa el domingo. Brillaban sin rechinar. No volví a meterme a las charcas con zapatos.

Entonces acostumbré irme por la Avenida Damián Carmona cuando llovía. A una cuadra de casa, era la única con banqueta continua y adoquín. Primero la llamaron “Centenario” y luego “Damián Carmona” para honrar un valiente soldado. Cuéntase que cierta noche estaba de guardia a la entrada del cuartel. Eran días de la Revolución. Los sublevados atacaron. Lanzaron un explosivo al portón del recinto militar. Cayó lo suficientemente cerca de Damián como para volarle el fusil. Estruendo y efecto. Las crónicas que nos leyeron en la escuela, anotaban que el soldado Carmona no se movió. Se mantuvo “firmes”. Y que cuando todavía no se disipaba la humarola del explosivo gritó: “¡Cabo de cuarto! ¡Estoy desarmado!”. La soldadesca se admiró y uno de los uniformados corrió hasta el portón. Puso otra arma en la mano derecha del valiente Damián.

Dos veces en la infancia me impresionó ver tan amplia y larga avenida. Una, llena de caballos. Sus jinetes los dirigían a la Plaza de Armas para recibir al Presidente de la República. Todos ensombrerados. Machete infaltable en la silla de montar. Nunca más volví a ver tantos pencos. Resonaban las herraduras sobre el adoquín. Bufaban unos, relinchaban otros. Muchos dejaban caer grandes plastas de mierda verde y pestilente. Me aburrí de ver fila tras fila. Creí que nunca terminaría y fui a jugar con mis amigos a otra parte.

Otra vez iba camino de la escuela a casa. Una gran procesión ocupaba la avenida. Preguntando supe que llevaban los restos de Pedro Antonio de los Santos al panteón de “El Saucito”. Su hermano, el Gobernador Gonzalo N. Santos, ordenó traerlos desde la Ciudad de México. Entonces le sobraban dinero y poder. Tanto para rendirle honores de héroe. Uniformados de gala, tocando tambores y clarines. Una multitud tras la urna. Simulando pesar, de pronto aparecían grupos lanzando flores al paso. “Todo es puro teatro pagado por el Gobierno”, me dijo socarrón mi abuelo. Se lo platiqué a mi madre. Y me llamó dichoso porque a ella siendo adolescente le tocó peor: en esa misma avenida vio en cada poste y colgados, los ahorcados en la Revolución.

La avenida Damián Carmona era el paso obligado para los jóvenes. Iban al seminario pegadito a la Parroquia de Santiago y venían de Catedral. Siempre a pie. Casi todos de traje negro. Algunos llevaban un pequeño velicito. Nunca faltaba aquel con el balón de futbol bajo el brazo. Jamás los vi cargando un bat o careta de catcher. Todos serios. No jugueteaban. Siempre sentí que, desde nosotros como niños, hasta mis padres o abuelos, les veíamos con respeto.

Uno de esos días fui a la avenida con mi abuelo para esperar el autobús. Empezó a llover y fuerte. Relámpagos y toda la cosa. Nos refugiamos en el quicio de un portón. El dueño se compadeció, nos abrió y entramos al zaguán. Dejó abierto. Veíamos a las personas mojándose, corriendo de un lado a otro buscando refugio. Aguantamos el aguacero hasta su fin. Esperamos un rato por el transporte. Entonces aparecieron los seminaristas. No todos pero sí varios iban descalzos. Los tubos del pantalón hasta la espinilla. Sus zapatos bajo el brazo. Caminaban como si ya estuvieran acostumbrados. Nada de brinquitos ni darle la vuelta a los charcos. Pero eso sí, con más cuidado que yo, para no cortarse con algún vidrio.

Cuando los vi y estaba de la mano de mi abuelo alcé mi cara para decirle: “Están como yo, después de vejez, viruela, metiéndose a los charcos”. Se sonrió y soltó su sabiduría. “Si chato, nada más que ellos, cuando se pongan sus zapatos, no les van a apretar”.

 

Tomado de la colección Dobleplana de Jesús Blancornelas, publicado por última vez en marzo de 2014.

Autor(a)

Redacción Zeta
Redacción Zeta
Jesús Blancornelas Jesús Blancornelas JesusB 47 jesusblanco@zetatijuana.com
- Publicidad -spot_img

Puede interesarte

-Publicidad -

Notas recientes

-Publicidad -

Destacadas