Cuando niño, era un tango si me enfermaba de las anginas. Para empezar, mi madre iba al abarrote de la esquina. Compraba jitomates grandes y maduros. A enjugarlos y meterlos en una olla de barro, llena con agua limpia del pozo que teníamos en el patio. Inmediatamente la ponía sobre el brasero retacado de carbón encendido a punta de ocote. Hasta hervir. En cuanto podía agarrarlos, todavía calientes, se ponía a despellejarlos para molerlos rápidamente en el molcajete negro y pesado. Uno por uno los vaciaba en el hermoso lavamanos de peltre, blanco y pintado con flores. “A la cama y boca arriba”, ordenaba mi madre. Con mucha delicadeza hacía una bolita de trapo, seguramente restos de alguna vieja sábana. La remojaba en aquel espeso líquido de tomate y me untaba luego desde las espinillas hasta la punta de los dedos. No se trataba de humedecer, sino de llenarme con toda la tomatiza. Luego bebía una taza de leche tibia con azúcar y a dormir. Todo pegajoso, pero a dormir. Al día siguiente, santo remedio. Si no amanecía totalmente curado, por lo menos mejoraba mucho. A un paso del alivio. Eso sí, nada de bañarme. Solamente lavarme desde la rodilla para abajo y con agua tibiecita. Ah, y nada de andar en el sol.
Tendría nueve años, allá por 1945. Entonces era muy raro solicitar servicios de un médico, salvo cuando la enfermedad, de plano, era grave y no funcionaban los remedios caseros. El doctor recetaba pero no como ahora. Escribía con su inconfundible letra que no le entendíamos, salvo el boticario. Indicaba mezclar tanto de esto, con un poco de aquello y agregarle quién sabe qué. Todo terminaba en polvo. Lo pesaba el farmacéutico según las indicaciones del médico y por partes iguales colocaba en cuadritos en papel como de periódico, pero sin imprimir, limpio. Hábilmente hacían sobrecillos. No más una de pulgada cuadrada. El contenido, se disolvía a veces en agua tibia, otras al tiempo y hasta en una naranja o el jugo de manzana. Pastillas, tabletas o cápsulas casi nunca.
Cuando andaba en los once o doce años, mi madre tomaba un palillo poco más delgado y menos largo que los de comida china. Le ponía algodón en una punta y remojaba en yodo. “A ver, abre la boca” y aquellos les llamaban “toques” para las anginas. Si tenía dolor de cabeza mi abuela hacía “chiquiadores”. Eran pedazos de hoja, no recuerdo si de yerbabuena. Redondeados y luego de hervidos me los pegaban en las sienes. Mejor que una cafiaspirina Bayer, porque en aquel tiempo no había de otras. “Friega de alcohol” era la sentencia cuando me amenazaba la gripa. Por todo el cuerpo, y luego como si fuera masaje. Inmediatamente a meterse bajo las cobijas no sin antes tomar un té de manzanilla. De paso untarme con mentolato el pecho y las narices “para que no se te tapen y puedas dormir”.
Si la gripa era fuerte y con ella dolores de cuerpo, lo mejor eran las “ventosas”. Me mandaban a la cama, boca abajo y con la espalda descubierta. Una vela encendida en la mano izquierda y un pequeño vaso en la derecha. Los acercaba a mi piel y no sé cómo, pero el cristal se me pegaba como un metal cualquiera al imán. Ardían y sofocaban. No duraba mucho con ellas. Cuando las quitaban a veces sentía que me arrancaban la piel. Pero al otro día amanecía mejor. No sé si por evitar otra tanda de “ventosas” o en realidad curado.
Para la calentura nos daban agua de borraja. Una planta peluda. Hervida me la tomaba haciéndole gestos, pero adiós fiebre. Si nos dolía el estómago, la receta era comer cebolla a mordidas. El ajo para el dolor de huesos. Comíamos rábanos cuando no podíamos dormir. El repulsivo jengibre daba buena digestión. La mejorana por si “me entripaba”. Y a veces “diente de león” si no tenía hambre. El aguamiel decían que servía para todos los males y también la leche de chiva. Cada mañana pasaba por la casa un campesino con sus animalitos para ordeñarlos.
Ya tengo varios días con con una gripa y tos tercas. Las aspirinas primero y los tés después no me sirvieron. Tequila no puedo tomar si no ya me hubiera despachados dos que tres. Andando fuera de la Ciudad entré a una botica y pedí algo. Me dieron Azitrocin (Azitomicina), antibiótico con tres pastillas. (344 pesos con 50 centavos). Pero a pesar de lo caro no me resolvió nada.
De regreso a Tijuana consulté a mi amable doctora y me recetó casi casi la botica. Para empezar, unas pastillas de Tempra. Con eso me neutraliza la fiebre. 20 pastillas costaron 33 pesos con 90 centavos. Redoxón, como tabletas de Alka-Seltzer, pero es puritita vitamina C. Fueron 41 pesos con 70 centavos. Luego Grifed, para quitar lo mormado, 83.70. También me indicó tomar el jarabe Mucosolvan para expulsar las flemas. 103.90. Un frasco con tabletas Avelox, antibiótico, 350 pesos. Una docena de pastillas Ciprolofox, también antibiótico, 188 pesos. Cinco ampolletas Aderogyl, tomadas, como defensa. Tienen vitamina B y C. 85 pesos. Finalmente, Rivovac, algo así como una vacuna, pero tomada, 309 pesos con 75 centavos.
Total: Mil 195 pesos con 65 centavos. Más los 400 del Azitrocin y los 400 pesos de la consulta que no le he pagado a la doctora y son mil 995 pesos con 65 centavos. Gracias a Dios tengo para pagar las medicinas y consultas que se me han triplicado porque también gripa y tos afectaron a mi esposa y cuñada. Pero me imagino las dificultades de la pobre gente incapaz de tener y poder desembolsar esas cantidades para atenderse de una maldita gripa. Hay padres de familia que con dificultades ganan los mil 995 pesos a la quincena. Y muchos de los derechohabientes en el Seguro Social no los atienden como debe ser. Con estas heladas que estamos viviendo, las casitas de madera y cartón en las afueras de la Ciudad no sirven para protegerse del frío. Por eso han muerto más de diez chamacos durante este invierno. El otro día, una bebita de diez meses vivía con sus humildes y jóvenes padres en una camioneta Suburban abandonada. Hizo tanto frío, que no se dieron cuenta a que horas se les murió.
Tengo un amigo boticario que, sin ser mala gente, le daba gusto cuando se venían las oleadas de gripa porque vendía mucho. Pero ahora, me cuenta, son muy pocos los clientes. “Mucha gente se está curando con hierbas y con menjurjes”, me dijo desconsolado. “Y para acabarla de fregar, más tardamos en que se nos termine un producto, cuando ya le subieron de precio”. Al escucharlo recordé a mi madre dándonos agua de borraja, el té de manzanilla, cebollas a mordidas, “chiquiadores” y las espantosas “ventosas”. Pasos para atrás en la modernidad. En medio de un gobierno que todavía no termina de irse y otro que todavía no llega por completo.
Después de todo, en medio del mal tuve una ventaja: La gripa me pegó y zarandeó antes que el Presidente Fox insista y logre aumentar el 15 por ciento del IVA al precio de las medicinas constantemente subiendo. Imagínese, aparte de los mil 195 pesos gastados, tendría que pagar 179 pesos con 34 centavos más. A este paso, si don Vicente se sale con la suya, posiblemente muy pronto deberé usar los jitomates en agua hervida y molidos para untármelos en los pies y curarme las anginas.
Tomado de la colección Dobleplana de Jesús Blancornelas, publicado por última vez en agosto de 2001.