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miércoles, octubre 2, 2024
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Perpetuidad

Tenía 12 años cuando murió mi abuelo paterno en 1949. Apenas íbamos a desayunar. El pobre ni siquiera tuvo tiempo de levantarse de la cama. Aquellas con cabecera muy garigoleada, de latón reluciente y ancho. Todavía estaba cobijado. Con la cabeza en la almohada como si no se hubiera movido. Cuando fuimos a su cuarto mi madre nos impidió entrar. Desde la puerta alcancé a mirar. Tenía los ojos abiertos como si estuviera mirando fijamente al techo, alto y con vigas de madera. Mi padre se los cerró para siempre. Lagrimeando sin llegar al llanto, simplemente volteó a vernos y dijo “…se murió el abuelo”. Inmediatamente le oí a mi madre un “Dios lo tenga en su Santa Gloria”. Se persignó apresurada e hincándose sin decir “Ustedes también”, mi hermana y yo lo hicimos. Empezó a rezar. “Requiescat in paz” y contestábamos lo que nos indicó y así le entendimos: “Luz perpetua, luz edén”. Mi abuela rezaba en un rincón del cuarto. Rosario en manos, el que siempre traía en la bolsa de su delantal, de cuentas negras unidas por finos alambritos dorados. No dejaba de ver a su esposo muerto. De repente y con su mano agarraba la cola del rebozo. Así impedía la caída de las lágrimas sobre sus prietos cachetes. No habló desde entonces y todo ese día, hasta cuando en la noche llegaron los vecinos a darle el pésame y luego soltarle la frase infaltable. “¿Pero como fue? Si ayer todavía lo vi muy bien”. Y allí estaba mi abuela explicando una y otra vez lo mismo. Cada vez que lo hacía, sentía cómo sufría.

Nunca supe si fue algún doctor a extender un certificado de defunción. Entonces ni siquiera sabía de esos requisitos. Pero si estaba enterado desde pequeño, que a mi abuelo lo atormentaba el asma. Había noches cuando no podía dormir. Patio de por medio, hasta mi cuarto frente al suyo, oía como tosía. Parecía que se iba a ahogar. Además, andaba cerquita de los ochenta años. Y lo peor. Insistía en trabajar. Acarreaba agua de la fábrica de chicles “Canel’s” a casas de por el rumbo. Naturalmente pagado el “viaje”. Es que entonces no todos teníamos tubería. Menos drenaje. Para acabarla, vivíamos a las orillas de la Ciudad. Una cuadra más adelante y todo eran huertas o surcos. Vacas y burros. Luego el río.

Mi padre se fue a la funeraria. Al rato llegaron los empleados a la casa con un ataúd negro. Cuatro enormes candelabros amarillentos, pesados. Allí estábamos de mirones hasta que nos mandaron, “váyanse a la cocina y no salgan”. No vimos cuando levantaron el cadáver de la cama y menos cuando fue vestido. Quién sabe cómo le hicieron para meterlo en la caja. Pero desarmaron su cama, sacaron el buró y pusieron la negra caja al centro del cuarto. Encendieron los gruesos cirios. Entonces no había espacio para velorios en las funerarias ni tampoco se estilaba. Se montaban en la casa del fallecido. Duraban toda la noche. Las mujeres se la pasaban, unas, rezando hincadas. Todas vestidas de negro. Desde el cuello cerrado hasta los tobillos.  Medias de popotillo y zapatos también obscuros. El chal negro infaltable. Otras sentadas en sillas de tosca madera y grueso entrelazado de candelilla esperaban entrar al relevo. Entonces había mujeres que se alquilaban para llorar y lanzar chillantes ayes de supuesto dolor. Las oí en otros velorios de por el rumbo a que me llevaron, pero mi abuela no las quiso.

Era costumbre que a los velorios fuera todo el vecindario. En ocasiones como esa se sosegaban rencores, malentendidos y malintenciones. Unos en pocillos de peltre, otros en tazas de barro o porcelana, pero todos tomaban su cafecito negro. Era de olla porque en aquel tiempo ni en sueños de automáticas. No muchos querían, pero se les ofrecía pan dulce. Los hombres se recargaban en la pared o sentaban en los ladrillos del patio. El zaguán se llenaba. Las pesadas macetas de barro o cemento blanco con sus enormes helechos fueron arrinconadas en el corral. No era momento para lucirlas. Se necesitaba el espacio. Allí en el zaguán empezaba a circular el “piquetito” en el café, normalmente de mezcal. Si acaso salía por allí una de tequila, ya era lujo. Algunos daban las buenas noches cuando “se les subía”. Otros seguían de frente hasta el amanecer, muy aguantadores. Y había los que terminaban roncando a los cuatro vientos en la banqueta. Aunque nos mandaron a dormir, no pudimos. O nos despertaba el ir y venir de los dolientes, o las sonoras pláticas de los “empiquetados”. Así era toda la noche. Casi todos se retiraban a la hora del desayuno. Iban a su casa. Lo hacían, medio dormían y regresaban. Aquello terminaba cuando llegaba la carroza. Cansadas de llorar las mujeres a la hora y después de la muerte, apaciguadas en la noche, al llegar el momento de llevarse el ataúd, reaparecían lágrimas y lágrimas de dolor.

Me llevaron al entierro en un retacado y alquilado autobús de la cooperativa de mineros. Mi padre no me soltó de la mano y así llegamos hasta la orilla de la sepultura. Lloré mucho cuando después de bajar el ataúd empezaron a echarle tierra. Llenaron la fosa hasta el tope y formaron el montoncito que identifica a las tumbas. Las coronas lo agrandaron. Los sepultureros tomaron una tabla pintada con letras y números negros. Lo clavaron en el lado de la cabeza. Todos regresamos tristes. Sin hablar. Al llegar a la casa mi padre se soltó llorando abrazado de la abuela.

Cuando el cuarto donde fue el velorio se quedaba vacío, inmediatamente lo cerraban. Al terminar el novenario era abierto para pintarlo con cal. Me imagino, para acabar con el penetrante olor de los cirios, las coronas y el tufo de formol. Así quedaría con las puertas de par en par durante cuarenta días antes de ser ocupado.

A la semana siguiente fuimos a visitar la tumba. Una moneda de veinte centavos les dio mi padre a unos casi ancianos para que quitaran todas las coronas secas y regaran. Colocamos un ramo de claveles y rezamos el rosario. Al salir, calle de por medio, casi todas las casas tenían puertas y ventanas abiertas. Adentro, hombres esculpiendo cantera y tallando mármol. Estaban haciendo lápidas. Las más sencillas eran solamente de una placa. Mi padre escogió otra que cubría casi toda la tumba. Se alzaba más o menos medio metro del suelo. En la cabecera algo así como un pequeño cuartito, un nicho, con su puertecita de vidrio, para colocar la imagen de preferencia. A los lados, las columnas que sostenían, mas alto, un cristo. Aparte, macetones en las cuatro esquinas para las flores.

Después de acordar precio y entrega “¿me da los datos para la lápida?” dijo el escultor. Huarache, pantalón de pechera. Camisa que fue blanca. Sombrero de palma y el rostro como si se hubiera polveado pero no escondía lo prieto. Los recibió en un papel bien detallado.  Entonces preguntó algo que me llamó la atención: “¿A perpetuidad?”. Encontró un “claro, naturalmente”.

Al salir pregunté a mi padre “¿qué es a perpetuidad?”. Caminando, viéndome hacia abajo dijo. “Para toda la vida”. Y me explicó: Los que no quieren a sus parientes o no tienen dinero, pagan solamente la sepultura. A los cinco años, los desentierran. Desarman y queman las cajas. Lo que del cristiano o cristiana quedó se van al osario. Antes que le preguntara “¿osario?” se adelantó: “El próximo domingo te llevo para que lo conozcas”. Dicho y hecho. Parecía como una alberca olímpica pero más profunda y todo estaba lleno de huesos. Calaveras, costillas, caderas, dedos de pies y manos. Mucha gente iba a rezar. No sabía cual era su difunto pero sabía que allí estaba luego que cuando fue a visitarlo, seguramente encontró la tumba vacía u ocupada por otro.

Hace 52 años de todo eso y ahora pienso. A los hombres buenos se les entierra para toda la vida, a perpetuidad. Entonces, a los hombres malos, que los encarcelen también para toda la vida. Cadena perpetua para narcos, secuestradores y asesinos.

 

Escrito tomado de la colección “Conversaciones Privadas” y publicado por última vez en diciembre de 2014.

Autor(a)

Redacción Zeta
Redacción Zeta
Jesús Blancornelas Jesús Blancornelas JesusB 47 jesusblanco@zetatijuana.com
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