Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Un reclamo o justo.
Un reclamo doloroso.
Un reclamo agónico.
Un reclamo de aceptación.
Un reclamo piadoso.
Un reclamo amoroso. A punto de morir clavado en el madero, Jesús se dirige a Dios en un instante de su dolorosa agonía, le hacen exclamar gimiendo, esas siete palabras conmovedoras y que siguen conmoviendo.
Al pronunciarlas no se dirige al padre, sino a Dios. Lo peculiar fue siempre dirigirse al padre. En el huerto de los olivos en donde llenó del tormento de la angustia, oró: “Abba” o sea: padre; para ti todo es posible, aparta de mí esta copa. Pero no, no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieras tú.
Las siete palabras que se escucharon en toda la tierra y en el universo que, conmovido por la crucifixión de su creador, formó los así llamados “agujeros negros”.
Jesús sabía lo que le sucedía a manos de su pueblo elegido. Por eso, al llegar al huerto de los olivos en Getsemaní dijo: “siento una tristeza de muerte”.
¿Cómo fue posible que el unigénito del altísimo tomara forma humana?
En el sexto día (llamado así) de la creación.
El unigénito empezó a través del tiempo y de los siglos a tener forma humana.
La piel se hizo susceptible a cualquier golpe y arañazo, comenzó a cubrir su divinidad, hasta formar cuerpo de hombre, así descendió a la tierra con el nombre de: Melquiesedec, Rey y sacerdote, y le ofrece a Abraham pan y vino. Más tarde, el unigénito visita a Abraham en el encinar de alambre de Mamibré, donde este le ofrece comida a él y a sus dos arcángeles.
El profeta Isaías predica “nacerá de una virgen”. Siglos más tarde, nació.
Dios mía, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Un reclamo muy humano, que muchos de nosotros pensamos o pronunciamos en nuestra estancia en la Tierra.
Siete palabras para reflexionar.
Atentamente,
Rubén Refugio Hernández Soto.
Ensenada, B.C.