Estaban enamorados. Enamoradazos. Ella era de Monterrey. Pero seguro iba cada Semana Santa, fin de año y varias veces entrada por salida a San Luis Potosí. Venía de una familia con prosapia. Carro y chofer a la puerta. Residencia de tres largos ventanales. Reja garigoleada y de cantera enmarcados. Puerta con hojas angostas, gruesas y altas. Avenida Damián Carmona. A cuadra y media donde vivía mi amigo. Casa rentada. Auto ni en sueños. Siempre a pie. Lo más en su hogar era una bicicleta y la pedaleaba su papá. En esa virula iba a y venía de la chamba. El señor heredó de su padre la plaza en Ferrocarriles Nacionales de México. Y seguramente cuando se jubilara la traspasaría a mi camarada. Que por eso pensaba estudiar ingeniería mecánica. No quería ser un rielero del montón. La suya era una familia numerosa y atosigada con tanto apuro de dinero. Pero jamás peleados con el limpio vestir. Corrientita la ropa. Hasta remendada. Nunca sucia ni arrugada. A mi amigo le desagradaba el copete y la melena tan populares en aquellos tiempos de “pachuco”. Pero sí le gustaba el pantalón vaquero. Gran doblez sobre el zapato. Todavía no se le conocía cómo “livais”. Lo máximo era sanforizado.
Iba a la única preparatoria. Estaba en la Universidad. Quedaba contra esquina de la refaccionaria donde yo trabajaba. Calle de por medio el tupido de arcos Palacio Ipiña. Gran jardín enfrente. Sitio de autos alrededor. Busto de Juárez al centro. Hoy acanterada Plaza Fundadores. Total. Por eso nos acompañábamos casi todas las mañanas. Casi todos los días le daba aventón. Se paraba en los “diablos” traseros de mi bicicleta. A veces caminábamos y a’i íbamos a plática y plática. Nos encantaba el mañanero movimiento en las banquetas. Siempre pensamos: Era como ver una película. Caras de apuro. Otras despreocupadas. Unas con los ojos llorosos. Otros con el atraganto por no haber alcanzado a desayunar en casa. Varias dejando ver los efectos de la cruda. Muchos muy formalitos. Sobraban los desfajados y corriendo. Pero siempre nos divertíamos y decíamos “…después de todo, somos caras conocidas”.
Fue en una de esas. Caminábamos por la avenida. Recién regadas las banquetas. Sintiendo harta frescura por los eucaliptos. Oliendo a pan caliente al pasar frente a las tiendas. De pronto mi amigo vio a una guapura. Estaba de pie en la puerta viendo cómo barría su sirvienta. Tacón alto. Vestido ligeramente estrecho. Un moño coqueto en su pecho evitando el escote. Resaltaban las gracias de su cuerpo. Pelo castaño. Permanente hasta los hombros. Claro su cutis. Labios delgados. Nariz delicada y recta. Sus ojos claros también vieron a los de mi amigo. Como si fuera sincronización de miradas. Ella no se movió y él se quedó parado. Hasta cuando le dije que se apurara, si no íbamos a llegar tarde. No me contestó. Caminó como juguete cuando se le está acabando la cuerda. Pero volteó seguido hasta no poder verla. Entonces me dijo todo embrollado: “¿Te fijaste?… ¡Qué bonita mujer!”. Puso la palma de su mano derecha en la frente. Medio abrió la boca. Caminó un ratito sin mirando al frente y soltó un “…no puede ser… no puede ser”. Volteó para decirme azorado que nunca había visto una mujer como aquella. “Cálmate”, le dije “…todos los días cuando pasamos allí está”. Por eso se llamó bruto mientras me oía “…ni te hagas las ilusiones. No se fijará en un chilapastroso como tú”.
Al día siguiente fue temprano a mi casa. Me pidió no sacar la bicicleta. Otra vez pasamos frente al encanto. Se volvieron a ver electrizados. El soltó un “buenos días” y fue correspondido. A los dos, tres días ya fue “adiós”. Ella sonriente. Alzando un brazo a medias y moviendo los dedos. Hasta cuando en menos de una semana se atrevió mi amigo: Le hizo un “siete” con los dedos y señaló la esquina. Esa fue su primera cita. Después noviaban en lo obscurito. Ella pretextaba ir a la tienda. Gran romance. Hasta cuando una mañana lo vi triste. Pensé en problemas familiares. Por eso me callé. Pasamos por la residencia y no estaba la belleza. Ni la sirvienta. Estiré el pescuezo buscándola. Oí a mi amigo con tono de pésame “…ya se fue”. Hombros caídos. Agachado. Arrastrando los pies. Casi llorando me confesó más o menos con estas palabras: “Se la llevaron”. –¿Y? “Deja de eso…nos pasamos de la raya. Fue sin querer. Cuando menos acordamos nos dimos cuenta”.
No volvió la belleza a San Luis Potosí. Mi amigo duró agorzomado. Meses. Sus calificaciones bajaron. Entristecía hasta lagrimear. Fue cuando empecé en el periodismo y por eso a dejarlo de ver. Luego me cambié a Tijuana. En una de esas fui enviado a Monterrey. Me hospedé en el Ancira. Estaba desayunando cuando vi al amor de mi amigo. Más mujer y más bella. Daba de comer a una niñita. En la mesa y no había más cubiertos. Estaban solas. Me acerqué. “¿Se acuerda de mí?”. Me vio directo a la cara: “San Luis Potosí”. Puse mi mano en la cabeza de la niña. Escuché: “Es de él”. Luego me preguntó: “¿Siguió estudiando? ¿Se recibió? ¿Tiene novia o esposa?”. Simplemente le dije “…hace mucho no le veo”. Que ahora yo vivía en Tijuana y andaba reporteando. Soltó un “muchas gracias” que sentí cómo fin de la plática. Me retiré.
Reencontré a mi amigo unos diez años después en San Luis Potosí. Ingeniero Mecánico. Excelente empleo en Guadalajara. Casa propia. Me visitó en casa de mi madre. Le platiqué sobre aquel episodio. Decidimos ir a tomarnos un trago. Pidió a su chofer que nos esperara frente a la Universidad. Caminamos por la avenida. Quedamos engarrotados. Vimos a su amor. Toda una señora. Bella. Muy bella. Negro su vestido. Escotado. Cuerpo de ensueño. Collar, aretes y pulsera de perlas. Pelo corto hasta la altura del oído. Labios rojos carmesí. Maquillaje discreto resaltando su hermosura. Media ligeramente obscura. Zapato tacón alto acharolado haciendo juego con su bolso. Un hombre canoso abrió la portezuela del Mercedes Benz. La besó en la boca. Seguramente su esposo. Se veía que llevaba años. Ella volteó a la angosta y alta puerta abierta de su casa: “¡Vámonos, hija!”. Salió una damita corriendo. Igualita a la guapura que vimos hace tantos años. Subieron al auto. Arrancó suavemente. La dama ni siquiera se dio cuenta que allí estábamos. Seguro nos hubiera reconocido si voltea. Seguimos la marcha del carro hasta no verlo. No sé cuánto tiempo pasó para recuperarnos. “Es tu hija” le dije. Sin contestarme fue hasta la puerta de la casona. Preguntó a la sirvienta a qué horas regresaba la señora. “Quién sabe. Se fue a Chicago. Allá vive”.
Tomado de la colección Dobleplana de Jesús Blancornelas, publicado por última vez el 9 de noviembre de 2004.