El ser humano viene comiendo carroña desde hace millones de años, nuestra raza todavía no hablaba cuando ya comíamos carne putrefacta, no había de otra, pues no éramos aún el animal dominante de la cadena alimenticia y teníamos que esperar a que felinos o hienas terminaran de comer para que pudiéramos acceder a algunos restos remojados por la saliva de aquellos poderosos animales; después descubrimos que los incendios dejaban como rastro miles de animales muertos y cocinados, comenzamos entonces a provocar incendios para cazar de manera más eficiente y darnos unos festines.
En cualquier caso, comíamos en cuclillas, arrancando con nuestras manos polvorientas trozos de carne de lo que fuera. ¿Se morían de infecciones intestinales o virus contraídos en el proceso de alimentación nuestros más antiguos ancestros? No lo sabemos a ciencia cierta, pero lo que sí sabemos hoy en día, es que nosotros, los actuales humanos, vivimos en promedio tres veces más años que aquellos pirómanos oportunistas gracias, entre otras cosas, a que aprendimos que si cuidamos la higiene a la hora de procesar y comer nuestros alimentos, estaremos a salvo de mortales enfermedades intestinales y virales.
La humanidad ha evolucionado enormidades desde que comer era riesgo de morir bajo las fauces de un depredador o del enorme daño que a nuestra salud podía causar un diminuto virus. Las reglas bajo las cuales debe trabajar un rastro son estrictas y su cumplimiento no debe depender del capricho, ineficacia o corrupción de nadie, pues la vida se juega en ello, pero la vagancia, la indolencia y el amor por el dinero fácil, son temerarios.
Por ley toca al Estado verificar y sancionar que los alimentos que lleguen a nuestra boca estén libres de peligros antihigiénicos o enfermedades virales contagiosas para cumplir con dicha función. La Federación, mediante la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (Cofepris), debe prever que el abasto alimenticio esté libre de todo riesgo sanitario, para eso tiene la facultad de autorizar o clausurar todo rastro o matadero que funcione en alguna ciudad mexicana con más de 50 mil habitantes. Supondríamos entonces que los alimentos que consumimos han sido procesados de acuerdo con la normatividad sanitaria, que podemos ir a una taquería y sambutirnos todas las tostadas de tripa, campechanos de asada y chorizo, taquitos de adobada, quesadillas o quesatacos, que nos apetezcan, y que de lo único que tenemos que preocuparnos es de los efectos que esa conducta alimenticia puede causar sobre nuestra ya de por sí genéticamente ancha cintura. Pues resulta que no, por lo menos en la ciudad de Ensenada no. Veamos.
Desde hace años, diversas asociaciones civiles han denunciado que el rastro municipal de Ensenada trabaja bajo escandalosas condiciones de insalubridad; que los refrigeradores están oxidados y enfrían poco; que se destaza al tiempo que ratas merodean por los restos. Habitantes de Valle Dorado han denunciado la cantidad de ratas y el mal olor que genera la carne putrefacta y el manejo inadecuado de los restos de órganos animales; también, que toros se han escapado de la matanza, aterrorizando en su huida a transeúntes y vecinos de esa zona céntrica de la ciudad. ¿Qué esperan las autoridades para tomar cartas en el asunto? ¿Una desgracia? ¿Una epidemia? ¿O que los saquemos del poder el año que entra?
Jesús Alejandro Ruiz Uribe es Doctor en Derecho Constitucional, ex diputado local, rector del Centro Universitario de Tijuana en el Estado de Sonora y coordinador estatal de Ciudadanos Construyendo el Cambio, A.C. Correo: chuchoruizuribe@gmail.com