En Baja California existen cárteles de las drogas, pero no hay capos.
No hace poco que esa es la realidad, pero sí hace algunos meses que ninguno de los responsables del área de Seguridad del Estado los están buscando donde quiera que estén. La situación es que a la salida de Daniel de la Rosa Anaya de la Secretaría de Seguridad Pública del Estado, el combate a la criminalidad organizada y el narcotráfico se relajó hasta detenerse a su mínima velocidad.
No es resultado fortuito de la inseguridad, el número de ejecutados que se han registrado este año. Vea, tan solo en lo que va de este 2018, en Baja California han sido asesinadas en el contexto del narcotráfico, dos mil 87 personas, muchas en comparación con los dos mil 279 ejecutados en el Estado, en 2017, cifra que sin duda será superada este año.
Tijuana, la ciudad de mayor inseguridad y una de las más violentas del país, registra este 2018, mil 629 personas ejecutadas, mientras en 2017 fueron mil 780. Al igual que en Baja California, la cifra de los asesinatos del año pasado será rebasada, de hecho, eso ocurrirá en unas tres semanas, de acuerdo a la incidencia delictiva.
Resaltan dos factores, entre muchos, para este incremento en la violencia del Estado.
Por un lado, los cárteles de Sinaloa, Jalisco Nueva Generación y Arellano, cuyos líderes criminales no se encuentran en la región, han establecido un sistema de células criminales locales, los cuales manejan a distancia, propiciando que otros criminales se constituyan en grupos “independientes” para también traficar la droga y venderla en la localidad.
Esta condición de no tener capos visibles en las ciudades de Baja California, lleva a quienes están bajo órdenes a distancia, a enfrentarse unos a otros sin ton ni son. Pelear esquinas, calles y avenidas en representación de un cártel u otro, incluso cambiarse de bando, incrementando la probabilidad de ser asesinado.
Al extremo contrario, los bajacalifornianos tenemos autoridades que están quién sabe dónde, pero definitivamente no actuando para disminuir los índices de inseguridad y violencia. El secretario de seguridad pública, Gerardo Sosa Olachea, está reducido a un espectador de la mini guerra de cárteles en la que vivimos.
Notario, abogado, siempre aspiró a ser secretario de Seguridad, estuvo algunos años resentido, pero haciendo un buen papel como subprocurador en Tecate y cuando finalmente obtuvo la ansiada posición, reculó en su ánimo. Sin una estrategia operativa definida, más allá de sus actos de relaciones públicas que le ocupan la mayor parte de su tiempo y los cuales limitó en los últimos meses luego del “atentado” que quisieron ejecutar en su contra, Sosa no ha dado resultados positivos.
Su ausencia constante en la escena pública ha llevado a policías estatales honestos a trabajar a solas, mientras que ha llevado a los deshonestos a incrementar su actividad de complicidad con los narcotraficantes y criminales organizados. De hecho, desde el arribo de Sosa, los números de las ejecuciones han incrementado.
De la procuradora Perla Ibarra, ni hablar. Ha descansado todas sus facultades en los subprocuradores de zona, así como en los generales y directores, para dedicarse más a actividades personales, propias de una señora de casa. Ni se dirige al tema de la inseguridad de frente, ni se presenta con un liderazgo de autoridad que pueda, por lo menos, amedrentar a los delincuentes ante la posibilidad de que ella procure justicia. Descontextualizada de lo que sucede en términos de cárteles y mafiosos, con un equipo al que no llama en lo personal y en lo directo a generar órdenes de aprehensión, Ibarra alimenta día tras día con esta actitud, el rumor de su próxima salida para reintegrarse al Tribunal Superior de Justicia.
Obviamente, la actuación de los dos encargados de la seguridad en el Estado no sería tal si tuviesen de parte de su superior, el gobernador del Estado, una exigencia a trabajar de frente, en directo y con estrategia, en el combate al crimen organizado y el narcotráfico. Pero eso no es una realidad. Francisco Vega de Lamadrid parece estar más ocupado en situaciones externas que por acabar con la inseguridad en el Baja California, materia en la que -como en otras- dejará un peor Estado del que recibió hace cinco años.
La ausencia de autoridades responsables que se perciban sólidos, inquebrantables, inteligentes, valientes, eficientes y eficaces, hace que los criminales aumenten su presencia y por ende, el grado de la violencia.
Los capos, sin órdenes de aprehensión en su contra, residen en estados como Sinaloa, Durango, Jalisco, Michoacán. Como Teodoro García Simental en su momento, dirigen las organizaciones criminales que representan con un esquema de franquicia. Quienes en Tijuana o Mexicali responden por el Cártel de Sinaloa, no están aquí. Tampoco residen en este Estado los que sirven al Cártel Jalisco Nueva Generación y al de los Arellano. Los segundos obedecen órdenes desde Jalisco, mientras que los primeros, desde Estados Unidos, mayormente.
La situación de inseguridad no es menor en Baja California y desafortunadamente está empeorando ante la falta de acción por parte del gobierno del Estado, así como por el abandono del Gobierno Federal. A excepción de muy pocos mandos medios en la Estatal Preventiva, en la Procuraduría y en alguna policía municipal, las cabezas poco están haciendo.
Ahora sí que entre los cárteles “descabezados” y las autoridades aletargadas, a Baja California se la está llevando la inseguridad y la violencia.
¿Hasta cuándo?