Cuando escuchamos hablar sobre la idea de Andrés Manuel al respecto de concentrar las delegaciones federales en una sola, que no permita los moches y el manoteo de los recursos públicos por parte de los gobernadores; cuando lo oímos exigir que todos los funcionarios y titulares de los tres poderes se bajen el sueldo drásticamente; cuando anuncia que Morena renunciará al 50% de los ingresos que derivarán de su aplastante triunfo, y a su vez exhorta a los demás partidos a hacer lo mismo; cuando habla de reducir el aparato gubernamental hasta que duela, extirpando un cáncer que nos ha convertido en una masa mal oliente, es momento de detenernos y preguntarnos: ¿cómo llegamos hasta aquí?
México transitó de un régimen de partido de Estado hacia otro de partido hegemónico y después, hacia la alternancia, sin mediar un pacto de transición democrática, haciendo modificaciones legales coyunturales que contuvieran la ola democratizadora que desde el 88 se habían formado, buscando en realidad, que de fondo no cambiara nada. El resultado fue catastrófico: el estado de derecho nunca llegó a implantarse y por lo contrario, la corrupción invadió los juzgados acercando las sentencias a modo, no solo al político corrupto, sino al mejor postor, incluyendo a narcotraficantes, asesinos, violadores o secuestradores. Los partidos políticos, a modo de soborno, recibieron enormes tajadas de dinero que dilapidaron o llenaron de efectivo los bolsillos de los dirigentes. La oposición desapareció para darle paso a la corrupción pactada.
Los legisladores de todos los niveles dejaron de atender las observaciones de la Auditoría Superior de la Federación o de las auditorías locales, exigiendo al Ejecutivo una parte de la tajada. Tanta corrupción, desatención y podredumbre, provocó el empoderamiento de psicópatas que bañaron de sangre nuestro país, poniendo bajo su malévolo servicio a las policías municipales, estatales, federales y hasta al Ejército Mexicano; psicópatas que, con el alcance enorme de sus inagotables recursos económicos sucios, convirtieron en narcotraficantes asociados a gobernadores, procuradores y secretarios de Estado.
Del autoritarismo garante de paz social, transitamos no a la democracia, como esperaba la ciudadanía, sino hacia una narcocracia cleptócrata, cínica y descarada, convencida en su embriaguez, de que el pueblo era tan tonto que con demonizar mediáticamente al cambio real, con repartir oportuna y estratégicamente despensas como los españoles cuando una vez repartieron espejos; el tesoro sería para siempre suyo. El hartazgo llegó empujado por la desilusión popular de una ciudadanía que ya había intentado de todo para hacer posible la democracia y había fracasado. Prácticamente todos los estados habían cambiado de partido en el poder, después de 30 años de simulación democrática. Las leyes de transparencia y derechos humanos se habían ya legislado sin que cayera a la cárcel un funcionario público relevante; por el contrario, las historias de narcopolíticos se habían multiplicado. La alternancia en la presidencia de la República había traído un baño de sangre, desafueros de opositores y fraudes electorales. El regreso del PRI después de una “mea culpa”, y una máscara nueva, había incrementado el baño de sangre y la corrupción. Por eso los mexicanos aprovechando la elección sexenal, el único resquicio por el que el cambio podía llegar, desollando al discurso tramposo del miedo y la incertidumbre, desechando las despensas regaladas y solazándose en las redes sociales; decidido en masa, votó por el demonizado Andrés Manuel López Obrador, máximo objeto de las campañas sucias, maniatándolo categóricamente a terminar de tajo con la corrupción y el despilfarro, con la inseguridad y la impunidad. Eso está haciendo, ¡aguanten vara!
Jesús Alejandro Ruiz Uribe es Doctor en Derecho Constitucional, ex diputado local, rector del Centro Universitario de Tijuana en el estado de Sonora y coordinador estatal de Ciudadanos Construyendo el Cambio, A.C. Correo: chuchoruizuribe@gmail.com