Es la historia ya tan conocida de un rey de Siam y su encuentro con una maestra inglesa que recorre el lejano oriente en busca de un hogar para su hijo, tras la muerte de su esposo durante la colonización británica en Asia, a finales del Siglo XIX.
Basada en hechos reales, esta anécdota de Anna Leonowens primero cobró vida a través del célebre musical que resultó ser el quinto para la pareja creativa del compositor Richard Roberts y el libretista Oscar Hammerstein II a inicios de los años cincuenta.
Los esfuerzos del Rey Mongkut por modernizar su país y el encuentro con esta dama que llega para educar a su multitud de hijos –incluyendo al heredero del trono- fueron perfectamente expuestos sobre los escenarios de Broadway con el paso de los años, hasta que el fin de semana pasado culminó su visita a San Diego, con llenos en el Teatro Civic.
El haber incluido este clásico en la cartelera de Broadway San Diego fue un gran acierto, incluso con el referente casi imborrable de Yul Brynner en el rol principal de la versión cinematográfica, por el cual el actor mereció el Óscar en 1956 para de ahí retomar el papel en los escenarios neoyorquinos hasta su muerte, a mediados de los ochenta.
En esta ocasión, llenar semejante vacante fue la tarea para José Llana, quien aprovecha a la perfección cada momento de comicidad para hacer suyo el personaje, congeniando muy bien con Elena Shaddow en el rol de la institutriz.
Con un montaje que requiere tener a la mano una formidable orquesta y hasta exige un ballet -para cuando hay que interpretar “La Cabaña del Tío Tom”- como parte de las subtramas, la obra que en 2015 mereció el Tony por Mejor Recreación de un Clásico, es un genuino placer en escena, donde temas tan conocidos como “Getting to Know You” y por supuesto “Shall We Dance?” -con todo y el espléndido vals por todo el salón del palacio- evocaron la nostalgia por el musical tradicional.
Bajo la dirección de Barlett Sher, en 2018, cuando el género teatral se ha diversificado tanto y para bien, “El Rey y Yo” no permite olvidar esos tiempos donde una narración también tenía como objetivo evocar la belleza a través de la danza, el vestuario, la actuación y, claro está, la música. Este montaje demuestra una vez más lo bien que Rodgers y Hammerstein II entendieron dicho objetivo.