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martes, octubre 1, 2024
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Élmer Mendoza y “el placer de la escritura”

El escritor sinaloense presentó en Tijuana y Tecate su novela “Asesinato en el Parque Sinaloa” (Literatura Random House, 2017). Durante su visita a la frontera norte de México, compartió también algunos momentos definitorios en su vocación como narrador: “Al final es como un descubrimiento que tiene que ver con la utilización correcta del instrumento principal, que es el lenguaje”, expresó a ZETA

Con un lenguaje distinguible entre la vasta narrativa hispanoamericana de la actualidad, Élmer Mendoza recorre el país con su nueva novela “Asesinato en el Parque Sinaloa”, publicada en 2017 por el sello Literatura Random House de Penguin Random House.

Con Edgar “El Zurdo” Mendieta como cómplice de andanzas detectivescas, Élmer Mendoza ha recorrido este año escenarios como Mérida, Ciudad de México, Culiacán, León, Guadalajara y Ciudad Juárez, entre otros.

Además, su visita a la frontera norte de México incluyó la presentación de “Asesinato en el Parque Sinaloa” en la Feria del Libro de Tijuana el 29 de mayo y, al siguiente día, en “La Panocha”, el taller de los pintores Álvaro Blancarte y Gabriel Adame en Tecate.

La gira de Élmer Mendoza continuará por tierras ibéricas para dar a conocer también su nueva novela en el Festival de Novela Policíaca de Madrid “Getafe Negro”, que se desarrollará del 15 al 21 de octubre, acontecimiento donde, por cierto, México fungirá como País Invitado; en ese mes también se presentará en Palma de Mallorca y Manacor.

Actualmente Mendoza goza de un lenguaje narrativo inconfundible no solo en México, sino en la literatura hispanoamericana, aunque, claro, no siempre fue así; de hecho, reconoció sobre el proceso de búsqueda de su propio estilo, que duró veinte años escribiendo:

“A veces me ponía muy triste porque no sabía qué estaba buscando”, dijo a ZETA al compartir cuatro momentos definitivos en su vocación de escritor que no dudó en llamar “revelaciones”.

 

“LA PRIMERA PROVOCACIÓN DE LA FICCIÓN QUE YO TUVE”

Sucedió en una biblioteca de la colonia Popular de Culiacán donde vivía “Fili”, tal como le decían a Élmer Filemón Mendoza Valenzuela durante su niñez y adolescencia.

En entrevista con este Semanario, en el restaurante La Miel de Hotel Real del Río de Tijuana, el narrador comentó que cuando tenía 17 años de edad, al cursar tercero de secundaria, conoció un libro de ficción:

“El momento como lector es cuando fui a jugar básquet y descubrí que había una biblioteca; era la primera vez que yo entraba en mi vida a la biblioteca, la chica que trabajaba en esa biblioteca era del barrio, primero me prestó un libro que solo pude leer un párrafo y se lo regresé al día siguiente”.

El primer libro que le ofreció la bibliotecaria, que por cierto no recuerda, no llamó la atención a “Fili”; no obstante, otra lectura ya lo estaba esperando en la biblioteca del barrio:

“Entonces me prestó ‘Veinte mil leguas de viaje submarino’ (de Julio Verne), yo creo que fue la primera provocación de la ficción que yo tuve. Ahí descubrí una fascinación que era muy probable que solo me hubiera provocado los juguetes de Navidad, ¡es otra cosa que no puedes explicar!, como tener un carrito, una camisa o zapatos que tú querías tener”.

Impresionado, fue así como “Fili” se volvió loco con semejante lectura: “En ‘Veinte mil leguas de viaje submarino’ alguien me cuenta una historia que me trae loco, que me he olvidado de todo, porque estoy en la historia siguiendo con el capitán Nemo en el Nautilus preocupadísimo, por cómo vamos a salir del mar, con todo lo que enfrenta a los monstruos, el momento en que el submarino se encuentra varado y no lo pueden mover y ¿qué va a pasar?, van a morir aquí, se les va a acabar el oxígeno”.

Sintetizó que con “Veinte mil leguas de viaje submarino”, se encontró un mundo que sería definitorio:

“Hay un momento en que estoy tan preocupado que quiero saber cómo van a salir, pero nunca voy a la última página, siempre voy siguiendo la historia; creo que ése es el primer descubrimiento de otro mundo, otro mundo muy distinto al mundo real en que yo vivía, el cual fue muy interesante y sigue siendo, un mundo muy distinto que se vive de otra manera, que se disfruta de otra manera, ¡yo qué iba a saber lo que era el placer estético!, pero que se vive, que te quita el sueño”.

 

“UN MONSTRUO QUE YO TRAÍA ADENTRO SALIÓ Y RESOLVIÓ LA TAREA”

Un segundo momento que Élmer Mendoza reconoce como definitorio en su vocación de escritor “fue por ahí por segundo de secundaria”. Entre un café y otro en el restaurante La Miel, el escritor reveló que en esa etapa de la adolescencia escribía versos:

“Llegué a escribir muchos poemas para mis amigos que estaban enamorados de una chica con la que les gustaría andar, era un ejercicio muy interesante. Una vez conseguí hacer un soneto, después ya a todos mis amigos les daba el soneto para que se lo dieran a sus chicas, total que el soneto yo creo que debió haber llegado a 20 o 30 mujeres, firmado por 30 autores diferentes, era en la secundaria, era un ejercicio muy lindo.

“En la secundaria yo tenía un amigo que era muy bueno para las caricaturas y yo hacía los textitos para molestar a los maestros o a los compañeros; él me ha preguntado eso, que ésa fue la forma de empezar, porque dice que había mucho humor en lo que hacíamos. No recuerdo nada, pero sí recuerdo que el modelo era como de versificación, porque también hacíamos calaveras, octavas, cuartetos, igual para molestar a los compañeros y a los profesores”.

Pero para escribir un soneto se requiere saber las reglas de versificación, ¿leías a algún poeta del Siglo de Oro español, o te basabas en algún sonetista?

“Los primeros versos yo creo que sí eran métricos pero no estaban basados en ningún autor, sino en los corridos, porque los corridos están muy bien calculados; los corridistas son excelentes versificadores de octavas, porque es muy raro encontrar alguien que haga endecasílabos.

“En la secundaria, mi profesor de Español nos explicó lo que era un soneto y nos dejó de tarea un soneto, imagínate ¡dejarle de tarea a una pandilla de culichis un soneto!, es un despropósito, yo como maestro nunca lo hubiera hecho, pero él lo dejó.

“En mi grupo había un genio, Carlos Alfaro Morales, en matemáticas, física, química; era increíble, es todavía, porque está vivo. Él sabía que yo hacía las letras de las caricaturas de mis amigos, porque él era uno de los que más molestábamos; entonces, al siguiente día en la mañana, él me leyó su soneto, era digamos técnicamente perfecto, porque entendía muy bien cómo medir las sílabas, los cuartetos, los tercetos y qué tenía que rimar con qué. Yo había hecho un poema nomás así, él me dijo: ‘esto no es un soneto, tiene que tener estas reglas’, y le entendí.

“Me acuerdo muy bien que estábamos de pie y le dije ‘ahorita lo hago’, nos dejamos caer en el piso, recargados en la pared, y lo escribí; él se quedó así como ‘¡wow!’. Él fue el primero que me dijo ‘¡Tú vas a ser escritor!’, éramos unos niños; son cosas que uno de niño no se te olvidan. Yo me quedé sorprendido de lo que yo había hecho, como  un monstruo que yo traía adentro salió y resolvió la tarea”.

 

“SER ESCRITOR IMPLICABA TAMBIÉN DEJAR COSAS COMO DEJAR DE SER INGENIERO”

Después de la secundaria, en la preparatoria, “Fili” dejó de componer versos, aunque no dejó de escribir, tampoco perdió la costumbre de crear textos durante sus estudios de Ingeniería en Comunicaciones y Electrónica.

“Durante la ‘prepa’ yo imito escribiendo, quizá dejo de construir versos y puedo escribir textos breves, desde la ‘prepa’ hago textos cómicos de prosa. Hice incluso como una representación para la quema del humor, que la representó un grupo de chicos, igual era una crítica feroz al director y a los profesores, era muy cómico, en la quema del mal humor en el carnaval se vale eso; yo escribí un libreto de eso. De vez en cuando quería hablar de alguna situación, pero siempre lo hice humorísticamente”, recordó Élmer Mendoza.

Con asombro, recuerda el rubor que le causaba que leyeran sus textos humorísticos en la preparatoria.

“Estaba en la ‘prepa’, íbamos a la escuela en la mañana y en la tarde. Una vez, iba llegando a clases por la tarde, había un grupo de estudiantes que estaban risa y risa, yo dije: ‘¿qué chiste estarán contando?’ ¡Estaban leyendo unas de mis hojas!, porque eran a mano. Entonces me fui -es un pudor que tengo-, me fui, me metí a la biblioteca y cuando regresé ya se había deshecho el grupo; eso era como una emoción muy linda”.

Es aquí donde Élmer Mendoza evoca el tercer momento decisivo en su vocación de escritor, mismo que sucedió en 1976, luego de egresar de la carrera de Ingeniería en Comunicaciones y Electrónica en la Escuela Superior de Ingeniería Mecánica y Eléctrica:

“El momento real es cuando ya me había graduado de ingeniero, estaba trabajando ¡y que decido ser escritor! Un viernes compré un cuaderno de 100 páginas, escribí de todo, versos, prosa; lo llené durante la noche, pero sin beber ni nada, nada más escribiendo, estaba yo solo. Cuando me di cuenta que por la ventana estaba entrando el amanecer me quedé sorprendido porque me pregunté ¿qué es lo que me ha pasado?, ¿por qué se me fue el sueño? Allí automáticamente decidí ser escritor.

“Después fue dar los pasos para ser escritor, decidí ir a la UNAM a estudiar Literatura, ya era lector serio, digamos; fui de inmediato, fui como el lunes para saber qué se necesitaba, tenía que hacer un examen, registrarme, hice todo eso, me inscribí y empecé a ir a clases”.

¿Qué les hiciste a esas 100 páginas que escribiste en esa noche de creación literaria?

“Se perdieron también, de hecho yo no guardo nada, no tengo el sentido de guardar nada, pero ésa sería como otra revelación de cuando decido ser escritor, implicaba también dejar cosas como dejar de ser ingeniero, y lo hice.

“Cuando yo decidí ser escritor tenía 28 años. Llegó un momento que escribía, escribía muy bien, digamos, pero no basta escribir bien, tienes que escribirte a ti mismo, ésa es la clave; escribirte a ti mismo, es decir, cuáles son las historias que tú representas, las historias de tu época o las historias del pasado, que surgieron de tus lecturas o de tus estudios, o las historias de lo que estás viendo, pero para escribir tus historias tienes que encontrar el vehículo, el lenguaje. Eso lo puedo decir ahora, pero me tardé tantos años, entonces mis amigos eran escritores exitosísimos”.

 

“ENTENDÍ POR PRIMERA VEZ LO QUE ERA EL PLACER DE LA ESCRITURA”

Autor de títulos de cuento como “Mucho que reconocer” (B. Costa-Amic Editor, 1978), “Quiero contar las huellas de una tarde en la arena” (Cuchillo de Palo, 1984), “Cuentos para militares conversos” (Universidad Autónoma de Sinaloa, 1987), “Trancapalanca” (DIFOCUR, 1989; reedición Tusquets, 2013), “Cada respiro que tomas” (DIFOCUR, 1991) y “El amor es un perro sin dueño” (Instituto Mexiquense de Cultura, 1991), Élmer Mendoza también confesó que durante sus primeros libros de cuento no había encontrado aún su propia voz:

“En todos esos años, a veces me ponía muy triste porque no sabía qué estaba buscando. Cuando fui a la Facultad de Filosofía y Letras, con mi maestro de Literatura Inglesa me quedó claro que ser un buen escritor significaba partir de los mejores matrices -eso lo puedo explicar ahora-, partir de los grandes maestros, de las obras maestras, pero era necesario un proceso de asimilación que era muy lento. Cuando él dijo ‘Joyce es la gran matriz, hasta ahora ha sido insuperable’, yo le dije, ‘maestro, yo lo voy a superar’; y él no se rio, él no lo tomó a broma; me dijo ‘lo puedes hacer’”.

Los años en la UNAM no eran fáciles, pero Élmer avanzaba firme: “Era el tiempo en que cenaba pan con leche y cosas así; un día fui a la panadería y él estaba ahí, nos encontramos ahí, me dijo ‘¿Cómo va tu proyecto de superar a Joyce?’ y le dije ‘estoy en eso, maestro’, pero serios los dos; era como lo que me había dicho Carlos Alfaro: ‘Tú vas a ser escritor’. Probablemente son estos puntos definitorios que yo tuve a lo largo de mi vida para convertirme en el escritor que soy, y que yo no pude haber sido otro escritor, yo creo que por eso cuando intenté escribir ciencia ficción fracasé”.

Luego, Élmer Mendoza trajo a la memoria las dos décadas, entre 1978 y 1998, cuando escribía cuento en la búsqueda de su voz:

“Para la otra revelación pasaron veinte años. Durante todos esos veinte años fui a la universidad,  publiqué libros de cuentos, intenté hacer novelas, hasta el día que descubrí cómo tenía que escribir yo, porque yo pienso que cada autor debe descubrir su forma de escribir, su ‘voz’, le dicen; su forma de contar historias.

“Al final es como un descubrimiento que tiene que ver con la utilización correcta del instrumento principal que es el lenguaje; o sea, cuál es el lenguaje que está en tu cerebro que es parte importantísima en tu formación como ser humano, que es parte de tu historia, del argot que tú usas, el lenguaje con que has dicho tus mejores pensamientos, con el que has contado tus mejores chistes; el lenguaje con el que has enamorado, con el que has declarado tu amor a alguien. El lenguaje son las expresiones que has dicho cuando estás muy alegre, cuando estás muy enojado, cuando estás muy triste y cuando estás eufórico”.

Antes de confesar el último momento definitivo, hacia el final de la entrevista Élmer Mendoza rememoró los versos que escribía en la secundaria; incluso cómo lo asombraba el corrido “La Adelita”:

“Nunca quise ser poeta, era como un juego, porque yo me hacía muchas preguntas que tenían que ver con las letras de los corridos, porque me parecen perfectas: ‘Y después que terminó la cruel batalla / y la tropa abandonó su campamento / por las bajas que causaba la metralla / muy diezmado regresaba el regimiento…’.

“Decía yo, ‘¿cómo le hizo?’, es que es una historia en cuatro malditos versos, dices tú, ‘¿cómo le hizo?’. Eran mis dudas; como tenía mi amigo que era un excelente dibujante, también yo decía: ‘¿por qué yo no lo puedo hacer?, ¿qué tiene su cerebro y su mano que le permite ser un dibujante?, ¿por qué él sí puede y yo no?’. Eran muchas dudas conforme iba yo creciendo. El hecho de que soy un escritor tardío, como dicen, tiene que ver con eso, con que yo reflexioné mucho sobre los procesos”, reflexionó.

El oído para captar el habla popular de Culiacán, evidentemente se refleja en sus primeros libros de cuentos. Entonces Élmer Mendoza confesó la última revelación, la definitiva, que llegó mientras escribía su primera obra de largo aliento y que cambió la historia de la novela negra en México:

“Yo tenía 48 años y todavía no había conseguido nada. A finales de los 48 firmé el contrato de ‘Un asesino solitario’, que salió cuando yo había cumplido 49 años, tenía un mes y medio de haber cumplido 49 cuando recibí el paquete de ejemplares.

“Cuando estaba yo escribiendo ‘Un asesino solitario’ (Tusquets, 1999) me doy cuenta que el lenguaje que estaba utilizando no iba, rompí como 60 páginas y empecé otra vez en la página uno; fue cuando nació esa frase de ‘te he estado wachando wachando’, y en el momento en que sentí eso, sentí como que algo dentro de mí se abría, sentí que era yo, Élmer Mendoza, el que era escritor. Veintitantos años después de haber tomado la decisión de ser escritor, entendí por primera vez lo que era el placer de la escritura”.

Autor(a)

Redacción Zeta
Redacción Zeta
Redacción de www.zetatijuana.com
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