Lo que voy a narrarles en esta breve historia,
no pretendo lo lean sintiendo que es reclamo,
solo que algunas veces llegan a mi memoria
palabras de mi padre, que Dios tenga en su gloria,
diciéndome quedito: “hijito, cuanto te amo”.
Fue parte de mi infancia por unos cuantos años.
Añoro sus abrazos, sus besos, sus caricias,
también sus coscorrones, nalgadas y regaños,
pero el pastor eterno lo llamó a sus rebaños
y por muy poco tiempo disfruté esas delicias.
Ahora veo con nostalgia que papás ya mayores,
con crueldad por sus hijos, han sido abandonados,
muriendo solos de tristeza estos señores.
Si algunos sobreviven es porque hay bienhechores,
como ángeles velando por seres despreciados.
Un papá es como un árbol, sosteniendo los nidos,
con sus ramas frondosas cuidando de verdad
a todos los polluelos, trinando, haciendo ruidos,
anhelando que el padre escuche sus gemidos
para que los proteja de cualquier tempestad.
Quitando las espinas, nos limpian el sendero,
allanando el camino con garra y devoción,
cargándonos en hombros, podemos ver primero.
Lo que ellos no tuvieron, nos lo dan con esmero,
ingratos lo olvidamos sin consideración.
¡Nunca un papá por su hijo debe ser olvidado!
Merecen ser amados con alma y pensamiento.
Un padre solitario, triste y abandonado,
que diera por sus hijos su vida y su legado,
hay que inmortalizarlo con un gran monumento.
José Miguel Ángel Hernández Villanueva
Tijuana, B.C.