Nadie se muere en la víspera
Refrán popular mexicano
1978
La primera vez que Carlos Aguilar Garza me visitó en el periódico ABC de Tijuana, llevó más protección que el presidente de la República. Dos con pistola en mano, bajo la chamarra, se plantaron en la puerta de mi oficina y por fuera. Cuatro más en la antesala. Otros tantos con ametralladora en la entrada principal. Y quién sabe cuántos más en la calle. No era tan alto como aparecía en la foto. Pelo negro y lacio. Moreno sin llegar a los 30 años, pero con una vida recorrida que le daba experiencia de cincuentón. Siempre de traje y caminando aprisa. Fumando uno tras otro y al final de cuentas, simpático.
Primero fue profesor normalista y luego abogado. Se metió en la Procuraduría General de la República y llegó a coordinador en Baja California. Venía de Sinaloa. En Culiacán se afamó capitaneando a la Judicial Federal. Unos decían que les bajó la guardia a los mafiosos. Otros que los protegían. Lo acusaron de torturador y por eso su nombre se volvió familiar en la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Pero un día de tantos, se agarró a balazos con feroces malandrines y lo hirieron en las piernas. Entonces lo mandaron para Tijuana donde traía asolado a todo mundo. Su estancia y su presencia estremecían. A veces por miedo y a veces por curiosidad.
Aquel pasado mediodía llegó al periódico ABC en el bulevar Agua Caliente y su convoy se estacionó frente a las tortas de carne asada, a un ladito del Washmobile, sobre la calle Jalisco. Se metió al ABC y con un “…barón, vengo por ti para irnos a comer”, no quiso hablar de nada que no fueran saludos. Taimado, a lo mejor pensó que le grababan o escuchaban. No quiso ir al Victor’s, al Sombrero, a una cuadra. “Mejor vamos a otra parte”. Abriéndonos paso y seguidos, solo él y yo en su automóvil. Cuando se puso al volante: “…perdóname barón, pero por seguridad la pongo aquí”, y de su cinto sacó tamaña pistolota con el cartucho cortado. La puso en el asiento, entre los dos, a la mano.
Prendió el motor y antes de arrancar tomó una ametralladora que traía en el asiento de atrás y la llevó a sus pies, abajito del asiento. “Por si las moscas, hermano”. Y ahora sí caminó el Grand Marquis, azul negro, primoroso por fuera e impecable por dentro. Todo el bulevar Agua Caliente, todo el Díaz Ordaz, hasta la presa y luego como para Tecate. Me platicaba de Culiacán y de Nuevo Laredo. Hablaba mal del periodista sinaloense Michel Jacobo, mal y bien de la periodista neolaredense Ninfa de Andar.
“¿Cómo que para dónde vamos, barón? Lo traigo para que me diga por qué no le agarró el dinero a Pietro La Greca”. Siempre me dio la impresión que Aguilar Garza le daba vueltas al asunto como para marear y luego dejar caer la pregunta o el tema a donde quería. Ya ni me acortaba de Pietro. El envaselinado italiano que unos días antes me pidió “unos minutitos, aquí en la oficina de Manuel Gastélum Millán”, cerquita de ABC y al otro del chalet que habitó don Armando Silvestre. Era una minioficina. Bien trajeado, y sin más ni menos, sacó tantos dólares que ni para contar de un vistazo. Me los daba para que ya no criticáramos en ABC a Carlitos Aguilar Garza, para que lo dejáramos en paz. A la negativa vino el ruego. Al rechazo apareció la súplica de rodillas. El por favor arrepentido pero cortado por un guárdate los billetes o publico que tú y Aguilar Garza me quieren sobornar.
El caso era que en el periódico descubrimos que los federales traían puros carros último modelo que se habían robado personalmente en San Diego o en Chula Vista, en National City o en La Jolla. Estaba probadito y se hizo una escandalera. Pietro fracasó en su intento. Por eso aquel rondín con Aguilar Garza. Un recorrido como para meter miedo. Paró el auto en despoblado. Uno de atrás llegó corriendo con una bolsa de papel en la mano y se la entregó: “Pues ahora se la ofrezco yo”, al tiempo que la ponía en mis piernas. “Pues también a ti te digo que no, y vámonos”. Agarró la bolsa, la echó para atrás y también a rodar el carro. Una, dos y tres veces preguntó qué quería. Ofreció un auto nuevo para mi esposa o depositar dinero para mis hijos. Nada le fue aceptado y seguramente para no rogar hizo a un lado el tema con un “…vámonos a comer”. Nos sentamos en un rincón, junto a la cocina, del restaurante del hotel El Conquistador. No se volvió a tocar el tema.
Pasados los días hubo un encuentro casual con Pietro y resucitó el caso cuando le dije que no me anduviera ofreciendo “mugrientos” dólares. Jeshú, Jeshú, por favore, eran cincuenta mil dólare… ¡chincuenta mil!”. Otra vez pasaron los días. Hasta que en uno de esos Aguilar Garza volvió: “Barón, te traigo un recado de Culiacán”, y me dijo que había ido para allá. Que habló con periodistas y supo que otros periodistas me vinieron a ver. Sabía que andaba buscando datos sobre el asesinato de Roberto Montenegro, un reportero. Sabía que iba a escribir un libro; que yo estaba enterado de todo, y que, efectivamente, un sobrino del entonces gobernador Calderón lo mandó matar. También estaban enterados que yo sabía el verdadero nombre del periodista, pues no era el que todos conocían; que era profesor como Aguilar Garza y que andaba entre la mafia y el periodismo; que el gobernador le tenía miedo al libro y era muy peligroso publicarlo.
Luego vino lo que nunca olvidaré: “Jesús, tú me demostraste que eres un barón, hoy te demuestro mi amistad. Te van a matar. Van a matar a tus hijos si se publica el libro. No me preguntes más”. Otra vez pasaron los días. Decidí hablar a la Ciudad de México con los editores para suspender todo. Me disculpé aunque se enojaron. A los pocos días Aguilar Garza me llamó y sin que yo se lo hubiera informado simplemente me dijo: “Barón, te felicito, qué bueno que decidiste no publicar el libro”. Nunca más se tocó el tema. Cuando lo trasladaron a Nuevo Laredo me sorprendió que lo dieran de baja. Luego fue la noticia que la avioneta en que viajaba se había desplomado a punto de aterrizar en Monterrey. Dicen que llevaba mucha cocaína. El accidente lo dejó inválido. A su esposa la balacearon y rumoreaban que él mandó la ejecución.
Meses después unos tipos, nunca se supo quiénes, llegaron a las afueras de su casa y a través de una ventana dispararon para matarlo. Estaba en una cama para inválidos. Lo ejecutaron. Durante y después de esa cascada de tragedias entendí: Nadie me mandó un recado de Sinaloa. Era su recado.
Tomado de la colección “Dobleplana” de Jesùs blancornelas, publicado por última vez en noviembre de 2009.